Eugenio Trías
LA MEMORIA PERDIDA DE LAS COSAS
En este mundo en que ha gustado Naturaleza ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de una ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas. Solo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lucida del mismo; solo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la consciencia de la ausencia que sustenta ese mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe estar contrarrestada con una consciencia viva y comprometida con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana. Apoyatura bien precaria, en tanto se alimenta de pasiones tristes, memoria, esperanza. Apoyatura distorsionada respecto al hoy, abocada a tensarse o hacia el ayer o hacia el mañana. La filosofía que brota de esa experiencia solo sabe, por el momento, de huellas y de vestigios, de estelas de cometa y de confusas señales que alguna vez sangran el firmamento, revelando, tras el gris monótono de nuestros días, una verdad que no se registra en calendarios, verdad que relampaguea en forma de calambre de memoria, o bajo el velo d una noche transfigurada de estío o de un matiz imperceptible en el seno mismo de lo inhóspito: cierto brillo que también tienen los asfaltos, las luces de neón, la masa polucionada de los gases en la hora del crepúsculo, cuando la silueta fabril hace oscuros ademanes al poniente.
Hay, en suma, alguna rosa incrustada en la cruz grisácea del presente.