Susana Pardo

SUNYATA

Bill Viola. Espejos de lo invisible. Casa Milá. Barcelona 2020

No importa hacia donde enfoquemos la mirada, sólo somos capaces de ver lo que nos devuelve la atención, aquello que se fija en nosotros y nos interpela. Porque no es lo mismo mirar que percibir, aunque las imágenes se suceden ante nuestros ojos por millones al cabo del día, muy pocas llegan a calarnos y permanecer en nuestra memoria.

Es por esto que Roland Barthes, en su ensayo sobre la fotografía titulado La cámara lúcida, habla de dos características o tipos de imágenes. Por un lado, describe aquellas por las que nos interesamos y despiertan en nosotros un afecto o emoción racional relacionada con la cultura o la moral política a la que nos debemos; este elemento al que denomina “studium” lo diferencia del “punctum” o herida realizada por un ingrediente azaroso, que poseen algunas imágenes, que sale a nuestro encuentro para atravesarnos sin preverlo, atrapa nuestra atención y de alguna manera nos marca inevitablemente para nuestro placer o desasosiego.

 

Y es evidente que los videoarte de Bill Viola no solo nos miran sino que nos alcanzan y obligan a detenernos a prestar atención. A través del ritmo lento que imprime a las acciones que filma, de su claridad compositiva y de un lenguaje intimista, el artista busca la conexión directa con el espectador para que se introduzca en la aparente sencillez de sus representaciones icónicas y consiga la experiencia con lo inaprensible.

En nuestro día a día, estamos rodeados por un incesante torrente de imágenes y sonidos, lo que viene a saturar nuestro sistema sensorial y nos impide percibir más allá de lo que nos llega por los sentidos. Nos hemos acostumbrado a estar conectados continuamente a conocidos, compañeros de trabajo, amigos, familiares, a cualquier persona que se comunica desde el otro lado de nuestro mundo global, hasta el punto de no entender la ausencia; se dice que las tecnologías de la comunicación y las redes sociales nos aíslan de la realidad, sin embargo, se revela tanto o más problemático comprobar cómo la experiencia virtual nos niega las opciones del vacío: lo que no se puede ver ni oír, en directo o en dispositivos electrónicos, directamente es la nada, la no existencia, con su consiguiente connotación nihilista. Por el contrario, a diferencia de nuestra cultura occidental donde el vacío y la nada son sinónimos, las culturas orientales relacionan el vacío, con conceptos que se refieren a la comprensión de la realidad o verdad última no manifestada en todo fenómeno. Esto es así en idiomas como el sánscrito donde la palabra sunyata (escrita también shunyata) reúne todos estos significados. Además, el sufijo su- lleva implícito el concepto de posibilidad, de tal manera que la idea de vacío se distancia de la nada total al relacionarla con una realidad mayor y ampliable, una potencialidad para la existencia y el cambio.

 

El punctum de Barthes por el que solo algunas imágenes quedan retenidas en nuestro cerebro conmocionándonos, nos enfrenta al “esto ha sido” porque ha quedado registrado y lo podemos ver; sin embargo, la percepción sensorial se ve ampliada en los videos de Viola, al ser capaz de relatarnos lo invisible a través de lo visual. Como en Incrementation de 1996, pieza en la que expone visualmente la toma de consciencia de nuestra respiración, como aconsejan los budistas como primer paso para el camino de la salvación. El artista cuenta obsesivamente las respiraciones de un individuo para reparar en el ser, en la propia existencia; al tratar de calmar el ritmo se relajan las emociones. Los lamas budistas aseguran que manejar las emociones es manejar la información.

 

En sus piezas, el artista aísla las emociones reescribiéndolas de manera artificial, al mismo tiempo que las vacía de causas concretas. Sus imágenes están cargadas de una realidad teatralizada que nos retrotrae al barroco de claroscuros y emociones exacerbadas. Todas ellas rezuman el drama entremezclado con una falsa levedad y sutilidad: sus personajes se mueven lentamente, respiran, duermen, exageran el sufrimiento, andan por el desierto o son sometidos a las inclemencias de los elementos. Una simplicidad que se impone la tarea de mirar de frente al observador y dejar una huella. Bill Viola enmarca y presenta los sentimientos al espectador como una sacudida que le genere estados de ánimo.

Occidente oculta el drama cotidiano y solo lo magnifica para empaquetarlo como mercancía de intercambio, para el negocio del espectáculo, de la salud o cualquier otro que genere plusvalía; Viola señala el sufrimiento cotidiano extendiendo el tiempo de la acción, algo que ya hemos visto en Giacometti cuando representa la angustia en sus esculturas de caminantes obsesivos. Al cambiar el flujo del tiempo, alargándolo, fija la atención en el suceso que suele ser anodino: los quehaceres de una mujer en el espacio doméstico, contabilizar las respiraciones de un individuo o los hombres y mujeres que caminan por el desierto en paralelo hasta que se abrazan. Actividades cotidianas y acontecimientos que por su simpleza actúan como un mantra meditativo para vaciar nuestros sentidos y mirar detrás de lo visual y de alguna manera trascender la parte física para comprender el dolor del existir.

Son muchas las referencias que Bill Viola hace a lo sagrado, pero sobre todo en su pieza Mártires otea lo esencial de los cuatro elementos que la filosofía presocrática y la espiritualidad ancestral consideraban sustancias que conforman y dan vida al ser humano. La pieza la integran cuatro pantallas verticales y en cada una de ellas somete a un individuo a la fuerza, e incluso violencia, de la tierra, el aire, el fuego y el agua.

La tierra representa la madre, la fertilidad y la estabilidad emocional; por el contrario, el aire es lo volátil que permite la vida e inspira las artes y la belleza, además de relacionarse con el pensamiento abstracto y lo intangible que hay alrededor de la materia; el fuego simboliza la parte más energética y luminosa que hay en nosotros, es la posibilidad de cambio, la oportunidad del espíritu a volver a renacer; y por último, el agua es la vida, relacionada con el ámbito de lo femenino, con aquello que nos calma y da paz, es lo que nos une al inconsciente y a los sueños.

Estas cuatro formas de manifestación de la energía, a priori positivas, el artista las expone en una relación dolorosa y tortuosa con el ser humano. Los individuos están con las manos atadas absolutamente dominados por la agresividad desbocada de los elementos y sometidos a un final penoso. Esta representación relata la falta de conexión con nuestro mundo interior, la necesidad de comprender lo incorpóreo que también nos conforma y llegar a vislumbrar lo que se esconde detrás de la apariencia mimética y racional; acercarse a la verdad que habita en lo espiritual podría ayudar a entender que mas que un final hay una transformación de lo físico.

 

Viola se posiciona arriesgándose a poetizar el sufrimiento; no le asusta teatralizar el drama y lo hace creando imágenes de gran belleza para trasladarnos a un estado de aceptación donde apreciar y ser conscientes de la tragedia de la existencia. Pero, sobre todo, nos habla de sus propios intereses: la búsqueda del sentido de la condición humana y lo efímero de la vida. Lanza su contraataque para ir más allá de la propia materialidad y trascender el cuerpo que duele. Es valiente al tomar partido en el debate sobre la representación de la violencia en el arte, y las imágenes en general, donde se le podría acusar de estetizar sus videoinstalaciones. Sin embargo, las imágenes que muestran el sufrimiento se vuelven más útiles y reivindicativas en el momento que son atrayentes y consiguen que el espectador entre en un tiempo suspendido creado artificialmente, penetre en la retórica de la emoción y sienta.

 

 

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