BRILLAR EN NEGRO

Susana Pardo

BRILLAR EN NEGRO

Zanele Muholi y el retrato como resistencia

En un mundo donde la visibilidad aún puede significar peligro, Zanele Muholi (Umlazi, Sudáfrica, 1972) ha convertido la cámara en su escudo, su espada y su altar. Se autodefine como activista visual, una categoría que trasciende los marcos convencionales del arte para situarla en la intersección entre estética, identidad y lucha social. Su obra, iniciada a comienzos del siglo XXI y consolidada en la última década, ha transformado radicalmente los modos de representar los cuerpos negros queer en el arte contemporáneo.

Retratar para existir: archivo como insurrección

Muholi no fotografía simplemente a personas: construye un archivo. Como ella misma señala en entrevistas y conferencias, su intención no es estética en un sentido decorativo, sino profundamente ontológica: «crear una historia visual de quienes hemos sido silenciados». Su serie “Faces and Phases” (2006–presente) es quizá el gesto más claro en esa dirección: más de 500 retratos en blanco y negro de personas lesbianas, trans y no binarias negras sudafricanas, tomadas con sobriedad formal y solemnidad casi votiva

La repetición de formato —plano medio, mirada directa, iluminación natural— crea un efecto casi litúrgico: no hay un protagonista, hay un linaje. Cada rostro se incorpora a una genealogía visual antes inexistente. En este archivo hay belleza, pero también afirmación; hay estética, pero sobre todo, ética. Muholi entiende que retratar a los suyos es no sólo una acción artística, sino una forma de insubordinación frente a la anulación histórica. En ese sentido, su obra se convierte en un contrarchivo, un contraataque visual a siglos de omisión, exotización y silenciamiento.

Autorretrato como estrategia

La serie “Somnyama Ngonyama” (“¡Salve, leona negra!”, 2012–presente) lleva esta poética a un terreno más íntimo, pero no menos político. Aquí, el sujeto ya no es el otro: es ella misma. Zanele Muholi se convierte en imagen, símbolo, narradora y carne. Con un uso radical del blanco y negro, intensificando deliberadamente la oscuridad de su piel, la artista se autorretrata en composiciones altamente teatralizadas, a menudo utilizando objetos cotidianos como tocados o elementos escenográficos: guantes de látex, pinzas, bridas, esponjas metálicas. Son autorretratos performativos, donde el cuerpo se convierte en alegoría crítica.

Cada imagen en “Somnyama Ngonyama” opera como una cápsula simbólica: hay retratos que aluden al trabajo doméstico, a la migración forzada, al legado del colonialismo. En una foto aparece con gafas industriales y casco, evocando la masacre de Marikana1; en otra, cubierta por plástico negro, como comentario sobre los dispositivos de control migratorio en Europa. Pero estas imágenes no buscan lástima ni horror: buscan poder. Hay en ellas una relectura radical de la negritud como espacio de belleza, fuerza y sofisticación. Muholi transforma el cuerpo negro queer —tan históricamente cosificado— en sujeto absoluto, en ícono de una narrativa otra.

«Can I own my voice?», se pregunta Muholi en uno de sus manifiestos más conmovedores. «¿Puedo ser dueña de mi voz?», no como una simple reflexión retórica, sino como una herida que atraviesa generaciones. La artista evoca con dolor a su madre, quien trabajó como empleada doméstica durante toda su vida y murió sin haber tenido nunca la oportunidad de hablar en público, de ocupar un espacio de representación, de ser escuchada. En ese linaje de silencios forzados, los autorretratos de Muholi se alzan como un acto de reparación: al ponerse frente a la cámara, maquillarse, performarse, mirarse, la artista no solo se representa a sí misma, sino que reivindica todas las voces que nunca pudieron hablar. En ese sentido, Somnyama Ngonyama” no es solo una serie de imágenes bellas y conceptuales: es un grito contenido, una genealogía visual de la autoafirmación.

Así, el autorretrato deja de ser un gesto narcisista para convertirse en estrategia de existencia. Muholi hace del selfie un ritual político y del rostro negro una escritura visual contra el olvido. Con cada encuadre, responde a aquella pregunta con un acto de ocupación simbólica: sí, puedo poseer mi voz. Sí, puedo reclamar este cuerpo, esta historia, esta imagen.

Es tentador ver en la obra de Muholi una respuesta al trauma, pero sería injusto reducirla a eso. Su mirada no es reactiva, sino propositiva. La cámara no es para ella una herramienta para denunciar únicamente la violencia —aunque esa violencia esté presente, soterrada o explícita—, sino un instrumento para reimaginar la identidad negra queer y mujeres trans desde la aseveración y la ternura, instalándose en un punto de equilibrio delicado entre lo íntimo y lo colectivo, desafiando los imaginarios heteronormativos.

La dignidad de la sombra 

Las imágenes de sus series “Being y Brave Beauties” capturan momentos de afecto, sensualidad, orgullo y cotidianeidad, desplazando la mirada del observador desde el exotismo o el sufrimiento hacia la familiaridad emocional. Un ejemplo claro es la fotografía en blanco y negro donde dos mujeres yacen juntas, con sus rostros tocándose suavemente, el cabello trenzado enredado entre ambas cabezas como símbolo de vínculo. La composición, simple pero cargada de densidad afectiva, transforma lo doméstico en monumental sin necesidad de artificios: la cámara no invade, acompaña. Del mismo modo, en la imagen donde muestra las piernas entrelazadas, sin rostros ni miradas, solo la propia acción de acurrucarse, incluso fundirse en un solo individuo, sugiere un amor sin artificio una corporeidad poética. Al prescindir de las caras y sus expresiones, Muholi desplaza el centro de gravedad emocional a otras partes del cuerpo, evocando así una fisicidad que no necesita explicarse ni justificarse para ser reconocida como legítima.

Todas estas imágenes revelan otra dimensión del archivo de Muholi: la cotidianidad compartida. En el dormitorio, en la cocina, leyendo una revista, lavándose el pelo, intimando, son situaciones sin dramatismo ni escenificación, solo vida. Esta naturalidad —que tantas veces le ha sido negada a la representación queer— es aquí devuelta con una sobriedad casi documental. El gesto de peinarse o leer juntos se transforma en resistencia silenciosa. Mostrar estos momentos no extraordinarios como dignos de atención es, en sí mismo, un acto político.

Que dos mujeres se besen junto a una cocina antigua de hierro fundido es un gesto de amor cotidiano enmarcado en un espacio profundamente simbólico: el hogar, lugar históricamente feminizado y privatizado, se convierte aquí en escenario de una política afectiva gay. La cocina —objeto cargado de connotaciones de trabajo invisible— se vuelve testigo mudo de una intimidad que, en otro contexto, podría estar prohibida. La estética de la dignidad en estas obras reside justamente en mostrar lo que nunca se ha considerado digno de mostrarse: el cariño, el deseo, el aburrimiento o la rutina de mujeres lesbianas negras en sus espacios privados.

Hay un compromiso ético en su forma de encuadrar, de iluminar, de permitir la pose: sus retratados no son objetos, son colaboradores. Esto es especialmente relevante en el contexto de África del Sur, donde la visibilidad aún conlleva peligros reales. En este sentido, la estética de Muholi es inseparable de su praxis: hace visible lo que ha sido históricamente excluido, pero lo hace con una ética de cuidado, no de exposición.

Una mirada que rehace el mundo

La obra de Muholi no se limita al campo simbólico: tiene un impacto directo en la vida social. Fundadora del colectivo Ikanyiso2 y del Muholi Art3 Institute en Ciudad del Cabo, ha creado plataformas para que otras personas LGBTQIA+ negras puedan formarse, producir y contar sus propias historias. Esta dimensión institucional de su activismo refuerza su visión de que el arte no debe representarnos únicamente, sino también organizarnos, empoderarnos sostenernos.

 

La artista ha dicho con claridad en innumerables ocasiones: «Para muchos de nosotros nuestra historia empieza cuando morimos. Quiero cambiar eso». Muholi entiendo el retrato como una forma de vida futura, una promesa de existencia, una trinchera desde donde resistir al olvido. Su trabajo se inscribe así en una genealogía de artistas que fundan mundos: una visualidad queer negra que no se explica ni se justifica, sino que se muestra con fuerza, con belleza, con dolor y orgullo.

Zanele Muholi no solo ha ampliado los límites del retrato contemporáneo, sino que ha problematizado la misma noción de visibilidad. ¿Qué significa mostrarse cuando mostrarse puede ser letal? ¿Qué implica el acto de mirar, y quién tiene derecho a ser mirado con dignidad? Frente a un arte que a menudo estetiza la otredad, Muholi plantea otra posibilidad: mirar sin exotizar, mostrar sin explotar, encuadrar sin reducir.

En tiempos donde la representación sigue siendo campo de disputa, su obra propone una ética de la imagen construida desde adentro, con conocimiento profundo del dolor, pero también con una firme voluntad de belleza. Porque en la obra de Muholi, la belleza no es evasión: es herramienta política, es consuelo, es afirmación. La luz con la que ilumina los cuerpos oscuros no blanquea: revela. No los transforma en otra cosa: los devuelve al mundo como deben ser vistos. Y en ese gesto está la posibilidad —inquietante, radical— de que otra historia sea contada.

Notas                                                                                                                                 

1.-La masacre de Marikana fue un trágico episodio ocurrido el 16 de agosto de 2012 en Sudáfrica, cuando la policía abrió fuego contra un grupo de trabajadores de la mina de platino Lonmin en Marikana, que se encontraban en huelga por mejores salarios y condiciones laborales. El ataque dejó 34 mineros muertos y decenas de heridos, convirtiéndose en la peor matanza policial desde el apartheid. Este suceso reveló las profundas desigualdades económicas y sociales aún persistentes en el país, así como la brutalidad estatal contra los trabajadores negros. En la obra de Zanele Muholi, este evento se evoca en algunos autorretratos como símbolo de duelo, resistencia y memoria colectiva.

2.- Inkanyiso, fundada por Zanele Muholi en 2009, es una plataforma de medios queer y un colectivo artístico centrado en la producción, documentación y difusión de contenidos relacionados con las comunidades LGBTQIA+ negras en Sudáfrica. El nombre, que en zulú significa “luz” o “iluminación”, refleja el objetivo del proyecto: crear visibilidad allí donde históricamente ha habido oscuridad y silencio. A través de talleres, fotografía, escritura, video y activismo digital, Inkanyiso no solo cuestiona los discursos normativos, sino que genera espacios de expresión y empoderamiento para voces marginalizadas, especialmente en contextos urbanos y rurales atravesados por la violencia y la exclusión.

3.- El Muholi Art Institute, fundado por Zanele Muholi en 2021 en Ciudad del Cabo, es un espacio artístico y educativo dedicado a apoyar a jóvenes creativos de comunidades negras y queer en Sudáfrica. Concebido como un lugar de formación, exposición y archivo, el instituto ofrece residencias, talleres y acceso a recursos para artistas emergentes que históricamente han sido excluidos de los circuitos institucionales. Más que una escuela, el proyecto encarna el compromiso de Muholi con la transmisión generacional de saberes y con la construcción de un legado visual colectivo donde la representación no sea un privilegio, sino un derecho.

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Akram Zaatari: Archivar la vida en fuga

Susana Pardo

ARCHIVAR  LA  VIDA EN FUGA. AKRAM ZAATARI

En el corpus artístico de Akram Zaatari (Sidón, 1966) se despliega una práctica visual compleja que interroga los regímenes de visibilidad, los dispositivos de conservación y los límites de la memoria en la cultura contemporánea. Su obra no se limita a un gesto documental, ni aspira a la fijación nostálgica del pasado; antes bien, constituye una indagación crítica sobre la vida de las imágenes —sus ciclos, accidentes, residuos— en tanto formas materiales y simbólicas que sobreviven al acontecimiento; en ella orbita una obsesión singular: lo que se resiste a ser archivado.

Asociado estrechamente a la Arab Image Foundation1, Zaatari actúa menos como archivista que como arqueólogo, en el sentido foucaultiano del término: un excavador de las condiciones de posibilidad del discurso visual, de las capas y silencios que conforman toda representación. Lejos de adherirse a una mirada centralizada o frontal, su trabajo insiste en irse por las ramas, se instala en el borde, en lo que permanece en penumbra: zonas de fuga, márgenes olvidados, gestos banales o improntas afectivas que han sido históricamente relegadas por las narrativas oficiales. Establece, así, una coreografía crítica entre el archivo y el presente, donde el artista deviene arqueólogo, no del pasado muerto, sino del devenir cotidiano de la vida en sus manifestaciones visuales más frágiles.

Este desplazamiento epistemológico se desarrolla, en términos formales y conceptuales, a través de la noción de pliegue, entendida como el modo en que lo visible se compone de ocultamientos internos, capas que coexisten en tensión. En diálogo con Gilles Deleuze, quien en Le Pli2 analizó el barroco como una lógica de lo infinito interior, Zaatari concibe cada imagen no como ventana transparente, sino como volumen temporal, como superficie estratificada donde el tiempo y la historia no se presentan de modo lineal, sino como acumulación discontinua de huellas. Esta lógica también conecta con el pensamiento de Georges Didi-Huberman3, para quien la imagen es una forma de supervivencia —una persistencia de lo ausente que no remite tanto a lo que fue como a lo que insiste. En muchos de sus trabajos las fotografías aparecen deterioradas, dobladas, contaminadas: no hablan ya de lo que muestran, sino de lo que han atravesado. El archivo, entonces, se revela como un campo de tensiones irresueltas, donde la historia se encuentra menos en la claridad del testimonio que en la opacidad del residuo.

Esta concepción radical del documento fotográfico tiene consecuencias estéticas de gran alcance. Zaatari trabaja con lo que podríamos denominar, siguiendo a Jacques Rancière4, una redistribución de lo sensible: desjerarquiza los signos visuales y transforma el fragmento en indicio, el error en revelación. Así, en lugar de presentar la fotografía como simple copia del referente, la eleva a la condición de objeto escultórico, vulnerable y cargado de sentido. Estas imágenes —negativos hinchados por la humedad, placas corroídas por el tiempo, copias rayadas o incompletas— son lo que Zaatari denomina «objetos informados»: fragmentos que han absorbido la violencia de su contexto y la sedimentan en su materialidad. En esta lógica, la guerra no se ilustra ni se denuncia; más bien, se inscribe como huella latente en el cuerpo mismo de la imagen. El artista abre un campo de reflexión donde la fotografía se libera de su función de espejo y se convierte en un lugar de resistencia y expansión conceptual, capaz de interpelar los modos en que representamos, conservamos y olvidamos.

La imagen disidente

La autodefinición de arqueólogo que hace Zaatari de sí mismo, se torna especialmente reveladora si se observa el proyecto Unfolding” (“Despliegue”, 2015), donde su ciudad natal, Sidón, es excavada no solo como territorio físico sino como archivo emocional. A diferencia del arqueólogo clásico que busca la pieza intacta, él escarba en las ruinas y las huellas: mira los negativos rotos, los márgenes escritos, los dobleces de las fotos. Su concepto de archivo es dinámico y contradictorio, pero ante todo afectivo. Es una arqueología subjetiva que, como diría Georges Didi-Huberman, oscila entre el archivo como «tesoro» y el archivo como «tumba».

Más explícita es la pieza Arqueología, que exhibe una placa fotográfica deteriorada por la inundación del estudio del fotógrafo Antranick Anouchian en Trípoli, y donde aparece la imagen desfigurada de un atleta clásico ampliada a tamaño natural sobre cristal.
En lugar de restaurar, e
l artista conserva sus cicatrices como huellas de vida y de pérdida. De este modo, problematiza los protocolos de conservación archivística que pretenden suspender la muerte de la imagen a través del control absoluto de su entorno físico, cuestionando si no sería más honesto permitir que las imágenes mueran con quienes las produjeron o amaron, reconociendo así su dimensión corpórea y emocional. La fotografía, entonces, deja de ser un testimonio neutro o frío para devenir organismo vivo, sujeto al nacimiento, la erosión y la desaparición.

Akram Zaatari se encuentra entre estos dos mundos; sin embargo, al afrontar la disyuntiva tesoro o tumba, no elige entre preservar un simulacro de realidad originaria o el olvido, sino que opta por una tercera alternativa: la experiencia artística que pretende insuflar de significado y emoción la imagen convertida en objeto con entidad propia. Abre, de este modo, una vía que implica rechazar la fotografía entendida como una disciplina estrecha y limitada por la representación fiel y esteticista de la realidad abocada a ser un simple registro, para proporcionarle posibilidades creativas, donde la destrucción da lugar a nuevas formas de significación visual y afectiva.

Fotogramas de los vídeo proyectados que remite al filme This Day (2003)

El sentido tradicional y purista del archivo como herramienta de poder —colonial, estatal, disciplinar— es subvertido y transformado en espacio para narrativas alternativas, donde los protagonistas no son héroes ni figuras oficiales, sino cuerpos anónimos, actitudes íntimas, residuos visuales. Así, en obras como This Day at Ten (“Este día a las diez”) 2016, el testimonio personal y la imagen vernacular se entrelazan para construir una historiografía no-lineal, donde el archivo no legitima sino que expone la fragilidad del recuerdo y la contingencia del presente.

Topografías marginales

Exposición “Akram Zaatari. Contra la fotografía”, MACBA, 2017. Instalación que combina negativos fotográficos dañados y fragmentados

A diferencia del fotógrafo que persigue lo visible, Zaatari trabaja con lo que la imagen ya no puede mostrar: no su contenido, sino su condición. En “Against Photography” (“Contra la fotografía”, 2017), su exposición-manifiesto en el MACBA, propone esta relectura radical del archivo fotográfico, más que una colección de imágenes de la Fundación de la imagen árabe, reconstruye paisajes físicos e ideológicos. Como señala el propio artista, «no es la imagen lo que interesa, sino lo que le ha ocurrido a esa imagen».

Esta deriva —de la representación al deterioro, de la escena al soporte— convierte a la fotografía en objeto escultórico, inscrito por el tiempo y la violencia. En esa misma línea, proyectos como “The Third Window” (“La tercera ventana”, 2018), se preguntan no solo qué muestran las fotografías, sino qué revelan sus procesos de copia, restauración y reproducción. Inspirado por Paul Virilio y su noción de la «tercera ventana»5, Zaatari interpreta la reproducción fotográfica como una apertura hacia una nueva temporalidad: no la del instante decisivo, sino la del daño acumulado, del gesto técnico como escritura de la memoria.

En la serie Una historia que no divide” (incluida tanto en el proyecto “The Third Window” como en “Against Photography”), Akram Zaatari recrea una poética visual donde la memoria, más que un relato fijo del pasado, se convierte en un campo fértil para la imaginación y la posibilidad. La obra parte del encuentro físico entre placas de vidrio de archivo —pertenecientes a los fotógrafos Khalil Raad (palestino) y Ben Dov (judío), activos en una Jerusalén dividida por identidades irreconciliables—, cuya degradación material provocó una contaminación recíproca: las imágenes se superponen, se mezclan, se inscriben mutuamente. Este accidente químico y temporal, lejos de anular la diferencia, la entrelaza en una nueva imagen compartida. Zaatari no propone una restitución nostálgica ni una reconciliación ingenua, sino una reescritura activa de la memoria que abre paso a futuros posibles desde la creatividad. La obra, en su densidad simbólica, sugiere que el arte puede ser un dispositivo de paz: no porque niegue los conflictos, sino porque inventa marcos para pensarlos desde la convivencia, desde un archivo que, roto y contaminado, imagina otras formas de estar juntos.

Zaatari se rebela contra la estetización de la fotografía. En lugar de embellecer, expone. En lugar de centrar, descentra. Su mirada elude la espectacularidad para atender lo residual. Esta postura se encarna en su insistente interés por «lo que rodea» la imagen: la sombra del fotógrafo, el gesto accidental, la pose incómoda, la inscripción al dorso. En esta atención a lo periférico hay una crítica directa al estatuto de la imagen en la cultura visual contemporánea, aún atrapada en su ilusión de veracidad.

Tal como Ranciere defiende, lo político del arte reside en su capacidad para reclamar una forma transformada de percibir que altere los órdenes establecidos y genere otros modos de relación. En este sentido, Zaatari no solo produce nuevas imágenes, sino nuevas condiciones para mirarlas. Reencuadra, ralentiza, interrumpe. Sus obras exigen al espectador no solo una recepción visual, sino una actitud reflexiva, casi ética: mirar no solo lo que aparece, sino lo que ha sido omitido, manipulado, borrado.

Zaatari introduce el argumento de la manipulación con tres dípticos que titula Retocar; él realiza estas piezas digitalmente y en color de forma experimental, siguiendo las técnicas de solarización analógica que empleaba el fotógrafo Van Leo en blanco y negro, para llevarnos a un mundo claramente falso. Utiliza un recurso del lenguaje fotográfico para plantear la cuestión de si la fotografía ha de ponerse al servicio del artista o del que encarga la foto. En cualquier caso, a Zaatori le interesa dejar constancia de que las imágenes no son neutras, ejercen el poder de contar la historia de una determinada manera y de hacer lecturas que pueden ser tan inocentes como retratar a una mujer con pañuelo como si se tratara de una actriz de Hollywood o tan perversa como la de subexponer, es decir, oscurecer los rostros de los trabajadores que no interesa reconocer en una foto turística.

En la fotografía La construcción de clase basada en la fotografía de Víctor, Nada y Naoum Homsi en la pirámides (Egipto 1923) exagera los códigos clasistas con un borrón negro en la cara de los cuidadores de camellos porque su identidad no interesa, aunque de ellos no se puede prescindir. En el momento que pone el foco en un punto y no otro, obvia una evidencia o amplía un detalle, la realidad está siendo trastocada y por tanto el fotógrafo deja de ser el reportero social que abandona la carga de contar lo que ocurre para asumir el compromiso de pensar sobre lo que observa y no se ve.

Si bien buena parte de su trabajo se construye desde el archivo físico, Zaatari también ha indagado en los paisajes digitales de la memoria. En obras como The Script (El guion, 2018), reelabora videos caseros encontrados en plataformas como YouTube. Al reescenificar estos momentos, Zaatari propone una lectura del internet como archivo social espontáneo, donde se producen nuevas formas de autorrepresentación que contrarrestan los discursos mediáticos dominantes. Aquí, la imagen deja de ser un documento del pasado para convertirse en testimonio activo del presente, una forma de reapropiarse del propio relato. Estas imágenes virales —frágiles, amateur, efímeras— encarnan una memoria en tiempo real, una suerte de archivo líquido donde las comunidades ensayan otras formas de estar juntos, de mostrarse, de afirmar su existencia frente al olvido o la estigmatización.

Detalle de la pieza Arqueología

En su trabajo más materialista, Zaatari se pregunta por la vida y muerte de las imágenes. ¿Debemos conservarlo todo? ¿Es lícito dejar que ciertas fotos mueran junto con quienes las produjeron o vivieron? En esta inquietud resuena la crítica de Derrida6 al archivo como dispositivo de control, pero también el deseo de liberar a la imagen de su función testimonial para devolverle una dimensión vital. La imagen no como fósil, sino como resto activo, como entidad imperfecta que sigue afectando.

Zaatari nos invita a pensar en las fotografías como cuerpos en tránsito, que nacen, envejecen, se deforman, y a veces, mueren. El deterioro físico, las manchas, las grietas, las filtraciones se convierten en signos de una historia mayor: la del conflicto, la del desplazamiento, la del paso del tiempo. La imagen no muestra la violencia: la violencia está grabada en ella, incorporada en su carne de celuloide, en su emulsión quebrada.

Exposición “Akram Zaatari. Contra la fotografía”, MACBA, 2017

Desde los retratos de estudio de Madani hasta los negativos empapados de Trípoli, desde las ruinas de Beirut hasta los videos domésticos de YouTube, el trabajo de Akram Zaatari compone una narrativa fragmentaria pero coherente sobre la imagen como campo de disputa. Su obra no clasifica ni ordena, sino que muestra el archivo como una forma de vida, como un modo de relacionarse con lo que fue, lo que pudo haber sido y lo que todavía está por decirse. Cada fotografía, cada objeto, cada gesto archivado es una hoja más de ese único documento que es la vida misma. No hay una historia central, sino múltiples líneas que se bifurcan y se contaminan. En tiempos donde el archivo parece estar por todas partes —desde los algoritmos hasta los museos—, Zaatari nos recuerda que lo verdaderamente urgente es cómo mirar esos archivos, cómo habitarlos sin poseerlos, cómo dejar que nos transformen. Porque al final, archivar no es otra cosa que prestar atención a los restos de lo vivido, aunque estén desordenados, incompletos o a punto de desvanecerse.

NOTAS________________________________________________________________________________________________________________________________

1.- La Arab Image Foundation (Fundación Imagen Árabe), fundada en 1997 en Beirut por Akram Zaatari, Walid Raad y Fouad Elkoury, es una institución pionera dedicada a la recopilación, conservación y estudio de la fotografía vernacular en el mundo árabe. Su labor trasciende el mero archivo: propone una relectura crítica de la memoria visual regional, cuestionando las formas en que la historia y la identidad se construyen a través de imágenes. Más que un repositorio, la AIF se concibe como un campo de experimentación donde artistas e investigadores intervienen el acervo fotográfico para activar nuevas narrativas y desestabilizar los discursos hegemónicos del registro histórico.

2.- DELEUZE, Gilles: Le Pli. Leibniz et le Baroque, Paris: Éditions de Minuit, 1988. En esta obra, Deleuze desarrolla la noción de pliegue como principio ontológico y estético del barroco, aplicable también a la comprensión del tiempo, del sujeto y del espacio en la modernidad. En el contexto de Zaatari, el pliegue se convierte en una metáfora visual y teórica de la imagen como estratificación de temporalidades.

3.- DIDI-HUBERMAN, Georges: L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, Paris: Éditions de Minuit, 2002. Didi-Huberman analiza la imagen como forma de persistencia, como “fantasma” que sobrevive más allá de su contexto originario, concepto fundamental para comprender la temporalidad no lineal en la obra de Zaatari.

4.- RANCIÈRE, Jacques: Le Partage du sensible. Esthétique et politique, Paris: La Fabrique, 2000. La expresión “redistribución de lo sensible” alude al modo en que el arte modifica los marcos perceptivos de lo visible y lo decible, reconfigurando la experiencia política. Esta noción se refleja en el modo en que Zaatari desjerarquiza los materiales visuales y subvierte los sistemas de representación tradicionales.

5.- VIRILIO, Paul: La machine de vision, Paris: Galilée, 1988. En esta obra, Virilio introduce el concepto de la “tercera ventana” para describir la pantalla como nuevo umbral perceptivo, tras la ventana arquitectónica y la ventana pictórica. Esta metáfora señala un régimen escópico transformado por la mediación técnica. En la lectura de Zaatari, la reproducción fotográfica —lejos de ser neutra— deviene un operador de temporalidad que acumula desgaste, intervención y desplazamiento, revelando las condiciones materiales e históricas de la imagen.

6.- DERRIDA, jacques: Mal d’archive: une impression freudienne, Paris: Galilée, 1995. En este texto, Derrida analiza el archivo no como simple depósito de memoria, sino como estructura de poder que regula el acceso, la interpretación y la autoridad sobre lo que se conserva. Su concepto de “mal de archivo” alude al deseo y a la angustia de archivar, es decir, de controlar el pasado. La pregunta de Zaatari sobre la legitimidad de conservar ciertas imágenes se sitúa en el centro de este dilema: entre la necesidad de testimoniar y el derecho a dejar morir.

Enlaces de interés:

@akramzaatari

@rabimagefoundation

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El dinamismo del trazo

Susana Pardo

EL DINAMISMO DEL TRAZO

El arte no es construcción, artificio, relación industriosa con un espacio y un mundo de afuera. Es verdaderamente el “grito inarticulado” del que habla Hermes Trimegisto, “ que parecía la voz de la luz”. Y una vez ahí, despierta en la visión ordinaria de las potencias durmientes, un secreto de preexistencia.

El ojo y el espíritu”, Maurice Merleau-ponty1

 

Memoria visual en tránsito

Podría decirse de William Kentridge que es un artista de la paradoja: su obra, profundamente melancólica y crítica, no desemboca en el lamento. Sus dibujos, marcados por el borrado, la repetición y el gesto inacabado, no son el registro de lo perdido, sino la afirmación de que toda desaparición es también una transformación. Esta poética del no dibujo —del trazo que se esfuma pero deja huella— se sitúa en la intersección entre la fragilidad y la persistencia, entre la memoria y el olvido, entre la forma y su descomposición. Desde esta perspectiva, el arte de Kentridge se convierte en un lenguaje de lo efímero que, lejos de anclar la imagen en el pasado, la proyecta como potencia de devenir.

Nacido en Johannesburgo en 1955, en el corazón de una Sudáfrica marcada por el apartheid2, Kentridge es heredero de una historia convulsa y testigo de su transformación. Su obra está atravesada por ese contexto político, pero no se limita a ilustrarlo. Desde su formación en Ciencias Políticas y Teatro, ha conjugado disciplinas para desarrollar una estética que es también una ética: la del proceso, la memoria, la ambigüedad y la duda. Sus obras no son tanto objetos como acciones en curso, imágenes que se hacen y se deshacen, como si estuvieran en constante renacimiento. Como el ave Fénix, cada dibujo destruido se convierte en materia para una nueva imagen; cada fragmento es residuo fértil de otra cosa por venir.

Este principio de transmutación impregna tanto la forma como el contenido de su obra. El uso del carboncillo, su técnica más emblemática, responde precisamente a su facultad para ser borrado. La fragilidad del trazo permite una intervención continua sobre la imagen, que nunca es definitiva. Kentridge dibuja, borra, vuelve a dibujar: el resultado es un palimpsesto visual donde las capas del tiempo coexisten, haciendo visible el pasado como presencia espectral. En sus películas animadas, como “Felix in Exile” o “History of the Main Complaint”, cada línea contiene su historia de transformaciones, como si el dibujo no fuese un estado, sino un verbo: dibujar es devenir.

A finales de los años 80 inicia la serie de cortometrajes  Drawings for Projection” (“Dibujos para proyección”) iniciada a finales de los años 1980. El quinto film de esta serie, “Felix in Exile” (1994), muestra ya el sello distintivo del artista: dibujos al carboncillo animados mediante un laborioso proceso de dibujar-borrar-redibujar que deja huellas fantasmales en cada fotograma​. En esta obra, el personaje Félix Teitelbaum —alter ego meditativo de Kentridge— contempla desde el exilio los paisajes de Sudáfrica llenos de cuerpos y cicatrices del apartheid, mientras una mujer (Nandi) registra y encuentra esos rastros de violencia antes de desaparecer trágicamente​. La animación, de apenas nueve minutos, fue concebida en vísperas de las primeras elecciones democráticas sudafricanas y cuestiona «cómo serán recordadas las personas que murieron en el camino hacia esta nueva era»3 política, advirtiendo del riesgo de olvidar el pasado en la construcción de la nueva identidad nacional.

El tiempo como materia: filosofía del cambio

Esta estética de lo inestable dialoga de forma directa con el pensamiento filosófico contemporáneo. Gilles Deleuze4, en su teoría del cine moderno, habla de la imagen-cristal como aquella en la que presente y pasado se entrelazan en una misma forma visual. Kentridge trabaja precisamente desde esa cristalización del tiempo: sus imágenes, animadas fotograma a fotograma, revelan simultáneamente lo que son y lo que fueron, acogiendo el antes en el ahora. La imagen es, por tanto, una duración múltiple, no una representación fija. En este sentido, el artista no ilustra el tiempo, lo construye como experiencia sensible del cambio.

Del mismo modo, Achille Mbembe5 describe la temporalidad poscolonial como una red entrelazada de presentes, pasados y futuros que se interpenetran. Kentridge, hijo de una Sudáfrica que carga los fantasmas del apartheid en el cuerpo mismo de su democracia, elabora visualmente esta teoría: sus obras no celebran el fin del conflicto, sino que lo repiensan como ciclo inacabado, como ruina activa. Lo mismo ocurre en el friso monumental Triumphs and Laments, las figuras del pasado y del presente desfilan juntas, sin jerarquías, en una coreografía histórica que revela que cada triunfo contiene su lamento y cada lamento, la semilla de una posibilidad.

Triunfos y lamentos”, 2016, obra realizada a orillas del río Tíber en Roma, utilizando una forma de grafiti negativo: las imágenes fueron creadas limpiando selectivamente la pátina de suciedad del muro mediante hidrolavado, de manera que las figuras emergen como siluetas luminosas en contraste con el fondo aún ennegrecido por el paso del tiempo. Esta técnica refuerza el carácter efímero de la obra, pensada para desvanecerse progresivamente a medida que la suciedad vuelva a acumularse, convirtiendo el deterioro en parte integral del proceso artístico.

En The Ref usal of Time” (“El rechazo del tiempo” 2012), una instalación multimedia inmersiva que combina vídeo, sonido, escultura cinética y narrativa performativa, concebida junto al físico Peter Galison, es una reflexión monumental sobre la imposibilidad de concebir el tiempo como absoluto. Un metrónomo mecánico, al que Kentridge llama el elefante, marca un ritmo implacable mientras cinco pantallas proyectan imágenes superpuestas: figuras danzantes, diagramas científicos, dibujos que se disuelven. El tiempo aquí no es lineal, sino una coreografía caótica de fragmentos, donde el pasado irrumpe en el presente y el presente se descompone antes de hacerse futuro. La instalación se convierte en una experiencia corporal del tiempo en crisis, del presente que nunca llega a fijarse. Como en toda su obra, lo que queda no es una forma cerrada, sino un ritmo, una pulsación, un flujo.

La tristeza, omnipresente en sus obras —en los rostros caídos de Soho, en los paisajes erosionados, en las sombras que marchan— no es cierre, sino apertura. Es el síntoma de un duelo que no culmina en el olvido, sino que se prolonga como nutriente del presente. En este sentido, Kentridge subvierte el pathos de la pérdida para convertirlo en potencia: lo que no se puede borrar, lo que duele, lo que fracasa, alimenta el nuevo ciclo. Este principio de “lo que no te mata te nutre” recorre sus imágenes con una ética visual profundamente vitalista. La destrucción no es el final, sino el cimiento de una nueva construcción.

El gesto, la ruina y lo ecológico

El carácter procesual de su obra no sólo tiene un valor formal, sino que implica una posición política. Frente a la monumentalidad estática del arte como objeto de consumo, Kentridge propone una estética de lo precario y lo transitorio. Sus películas se realizan sobre el mismo papel una y otra vez, como si el soporte fuese un campo de batalla donde la imagen se prueba y se transforma. Esta lógica del aprovechamiento —de lo reutilizable, lo degradado, lo efímero— entronca con una sensibilidad ecológica radical, donde el residuo no es desecho sino materia en tránsito. El dibujo borrado es no dibujo, pero a la vez es huella, archivo, semilla.

Desde Jacques Derrida y su noción de trace6, hasta Giorgio Agamben y su teoría del gesto7, la obra de Kentridge puede leerse como una puesta en escena de la huella viva. Cada trazo borrado deja un eco; cada movimiento registrado es una marca que no busca un fin, sino una exposición del acto en sí. En Agamben, el gesto es praxis pura, intersección entre arte y vida. Kentridge encarna esa definición: su dibujo no representa, muestra el pensar, el dudar, el recordar, el imaginar. Es decir, convierte el arte en una forma de pensar con el cuerpo y en el tiempo.

Giorgio Agamben define el gesto como una acción que no busca un fin ni es forma vacía, sino que expone el propio proceso de hacer. Esta idea se ajusta al arte de Kentridge, donde el dibujo animado y sus conferencias-dibujadas hacen visible el tránsito creativo, la mediación y la sospecha como valores. En este marco, el gesto deviene forma de resistencia política: un modo de abrir sentido allí donde el discurso cerrado lo niega. Kentridge, al mostrar las fisuras entre arte y vida, entre sujeto y representación, propone una ética de la incertidumbre y la responsabilidad, donde la vulnerabilidad de l proceso sustituye a la autoridad del producto acabado.

En torno al concepto de la huella (trace) y la deconstrucción de la presencia, Jacques Derrida, al desmontar la metafísica de la presencia, enfatizó cómo todo significado está siempre diferido y a la vez retenido en huellas de significados ausentes. En su obra, Derrida también exploró la idea de que el pasado traumático nunca se va del todo, sino que permanece espectralmente (hauntology). La técnica de Kentridge de dejar las trazas de lo que se va rectificando en sus dibujos es casi una ilustración literal de esta teoría: la ausencia se hace presente a través de la marca borrosa en el papel. Es decir, lo que ya no está (la imagen anterior eliminada) aún está de algún modo (su fantasma permanece). Derrida ha descrito esta lógica señalando que los fantasmas históricos representan “el retorno de lo reprimido en la historia”, aquello que ha sido deliberadamente olvidado pero que insiste en manifestarse como una presencia inquietante​. Kentridge sus obras de tales presencias inquietantes.

En esa misma línea, “More Sweetly Play the Dance” (2015), una instalación panorámica de video en bucle, presenta una procesión ininterrumpida de figuras sombrías que atraviesan un paisaje desolado: esqueletos, bailarines, enfermeras, soldados, campesinos, políticos. Esta danza fúnebre y carnavalesca al mismo tiempo, inspirada en las danzas macabras medievales, actualiza la idea del ciclo vital: la muerte no es final, sino tránsito; el duelo no es clausura, sino recordatorio de que seguimos avanzando, tambaleándonos. La imagen es móvil, la proyección no se detiene, como si el propio soporte rechazara la permanencia. Aquí, Kentridge encarna lo que podría llamarse un ecologismo visual de lo inestable, donde toda imagen es un pasaje, no un lugar. No hay redención ni condena definitiva, sólo el devenir colectivo de cuerpos que marchan hacia un lugar incierto, arrastrando consigo la historia.

Black Box/Chambre Noire” (2005), instalación operística en miniatura inspirada en el genocidio perpetrado por el Imperio alemán en Namibia, es una crítica al archivo silenciado. Representa una máquina escénica donde marionetas mecánicas, dibujos y proyecciones recrean un juicio espectral. Pero el juicio nunca llega a resolverse: el teatro es negro, la caja está cerrada, el espectáculo se repite sin conclusión. Lo que se activa aquí es la ética de la omisión, del no mostrar como forma de denuncia. Como en Derrida, lo que no está es lo que más habla. El gesto artístico es entonces arqueología: excavar en la ausencia, hacer audible lo reprimido. Esta pieza revela la dimensión política del no dibujo: el trazo no hecho, la voz no dicha, la historia no contada son también formas de presencia. Su arte no necesita mostrar el horror directamente, porque lo convoca en el vacío que deja a su alrededor.

En este sentido, sus dibujos —aunque melancólicos— no son tristes en sentido pleno: la tristeza se vuelve, paradójicamente, esperanza. Porque en su movimiento constante, en su carácter de proceso inacabado, late la posibilidad de cambio. El sinsentido no paraliza, sino que anuncia una mutación. Cada obra de Kentridge es una escena de transición donde el pasado retorna, el presente se resquebraja y el futuro se insinúa. Como una danza de sombras que no cesa de recomponerse, su arte nos recuerda que, incluso entre ruinas, hay posibilidad de recomenzar. Y que el arte, como el Fénix, no se construye sobre la permanencia, sino sobre la capacidad de renacer.

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NOTAS

1.- MERLEAU-PONTY, Maurice: El ojo y el espíritu. Ediciones Paidós Ibérica SA. Barcelona, 1985, p.53. En El ojo y el espíritu, Merleau-Ponty desarrolla una profunda fenomenología de la percepción, donde afirma que ver no es simplemente registrar el mundo, sino ser tocado por él, estar en contacto con lo visible como una forma de reciprocidad entre cuerpo y mundo. Un pasaje auténtico que sintetiza esta idea es: «Lo visible no está delante de mí como una cosa pura, sino que me envuelve, se me mezcla, me penetra y nace conmigo»

2.- El apartheid es el régimen de segregación racial vigente en Sudáfrica entre 1948 y 1994. Kentridge fue testigo excepcional de las tensiones políticas, sociales y culturales de su país natal. Hijo de abogados defensores de víctimas del apartheid (incluido el propio Nelson Mandela, encarcelado durante 27 años, llegando posteriormente a presidir el gobierno de su país de 1994 a 1999, y ser el primer mandatario de raza negra en encabezar el poder ejecutivo elegido por sufragio universal), desarrolló desde temprano una sensibilidad política que permea su arte de modo indirecto pero penetrante. En los años ochenta y noventa, mientras Sudáfrica transitaba el fin del apartheid y el difícil camino hacia la democracia, Kentridge aportó una mirada crítica singular: no recurrió al arte panfletario ni a la denuncia explícita, sino que optó por alegorías y narrativas desplazadas para tratar esas realidades.  

3.-Tate Modern Museum. Felix In Exile Text Summary. Tate, n.d. Web. 20 Apr. 2015. <www.legacy-project.org/index.php?artID=450&page=art_detail>

4.-DELEUZE, Gilles: La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Traducción de José Luis Pardo. Valencia, Paidós, 1987, pp. 99-115.

5.- MBEMBE, Achille. “Time on the Move”, en On the Postcolony. Berkeley: University of California Press, 2001.

6.- DERRIDA, Jacques: Spectres de Marx. L’état de la dette, le travail du deuil et la nouvelle Internationale. París: Galilée, 1993.

7.- AGAMBEN, Giorgio: “Notas sobre el gesto”, en Medios sin fin: notas sobre la política. Valencia: Pre-Textos, 2001.

Enlaces de interés

Canal de YouTube con entrevistas y performances: https://www.youtube.com/results?search_query=william+kentridge

Instagram oficial:  @williamkentridgestudio

Instagram oficial: (Goodman Gallery): https://www.instagram.com/goodman_gallery/

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CHIHARU SHIOTA EN EL LABERINTO

Susana Pardo

CHIHARU SHIOTA  EN  EL  LABERINTO

Contrariamente a lo que podría pensarse, la inmersión en las monumentales instalaciones de lana de la artista Chiharu Shiota no produce la sensación de calidez o confort que cabría imaginar por el material. Caminar entre los recovecos y pasillos que forman el entramado de hilos y objetos, o bajo las madejas de nubes colgantes, impresiona profundamente y genera sensaciones de incertidumbre y desconcierto. Formar parte de esas estructuras, una vez superado el asombro inicial, activa los sentidos más allá de la vista, provocando ciertos efectos hipnóticos; las enormes dimensiones, las formas entrelazadas generando muros o huecos, los colores, la técnica de tejer precisa o los juegos de luces y sombras, impactan y suscitan sentimientos encontrados que pueden ir desde la calma o sensación de recogimiento hasta el despertar de la nostalgia, la tristeza o el dolor ante un recuerdo traumático.

Muchos visitantes describen la experiencia inmersiva como entrar en otro mundo. Y realmente es así porque sus piezas parecen trasladarnos a un lugar inverosímil, ancestral o muy remoto, en cualquier caso, a territorios que permanecen ocultos al ojo humano.

La obra de Shiota propone una exploración poética sobre la vida, el hogar, los recuerdos, el origen y la muerte, a través de un trabajo artístico que deja al descubierto las conexiones invisibles, pero esenciales, que conforman nuestro ser, así como las relaciones cósmicas. Nacida en Osaka en 1972, y residente en Berlín desde hace más de dos décadas, la artista ha construido un lenguaje visual que convierte sus experiencias personales e íntimas en metáforas visuales que abordan temáticas universales como el cuestionamiento continuo sobre lo que significa ser humano.

En sus primeros trabajos en Berlín, utiliza su propio cuerpo como espacio de intervención, vinculando en sus performances el individuo a la tierra, al pasado, a la memoria y la historia personal. Una pieza clave de esta etapa temprana es Becoming painting, surgida tras un sueño donde su cuerpo cubierto de pintura se convertía en parte viva de una obra pictórica. Este acto de cubrirse con pintura de esmalte, un material nocivo para la piel, es un gesto decisivo de ruptura con su trabajo pictórico previo, que configura una nueva dirección en su práctica artística, destacando la importancia del cuerpo, y las huellas de las experiencias impresas en él, como vehículo expresivo y simbólico

Sin embargo, la performance o intervención directa en la superficialidad del cuerpo deja paso a un interés por la profundidad del mismo, lo que se oculta bajo la piel, lo que sustancia y da sentido a la configuración externa de nuestra identidad; de este modo es como va penetrando al interior de los cuerpos para descubrir de qué se componen las vísceras y el cerebro, cómo siente y como piensa el cuerpo.

En su evolución posterior, Shiota ha recurrido al hilo como elemento central y característico. Sus instalaciones, construidas a partir de intrincadas tramas de fibras negras y rojas, sobre todo, sugieren simultáneamente los sistemas circulatorios y las redes neuronales, haciendo tangible la complejidad invisible de nuestras conexiones internas. Este tejido que expone, sostiene y conecta objetos cotidianos como zapatos, camas, maletas, sillas o llaves, transforma estos elementos ordinarios en símbolos cargados de significado emocional y existencial. Los objetos, y a veces también los individuos, como vemos en su obra During Sleep, 2002, son utilizados como representación de existencias individuales, memorias e identidades; en ellos, se percibe la huella de quienes los utilizaron, manifestándose la fragilidad y transitoriedad de la vida terrenal. Las instalaciones no pueden entenderse como un espacio de 

introspección o rememoración pasiva sino como un proceso activo, dinámico y espacial, donde los recuerdos suspendidos y entretejidos, crean una maraña visible que permite experimentar de forma tangible lo intangible. De este modo, envuelve al espectador en un ambiente cargado de historias íntimas y evocadoras.

Mientras el color rojo simboliza la sangre, el negro es dolor y muerte; la propia experiencia de Shiota enfrentando una grave enfermedad y la posibilidad de la muerte motivó la reflexión sobre la dualidad vida y muerte, emociones que no concibe como opuestas sino como parte integral de un mismo ciclo existencial. Siguiendo sus propia palabras, la muerte no representa un final, sino una transición hacia una realidad más vasta en la que perviven nuestros pensamientos y recuerdos. Esta perspectiva otorga a su obra una resonancia aún más intensa, reforzada por el uso de objetos cotidianos impregnados de vivencias existenciales y relaciones humanas pasadas, objetos que evocan la presencia en la ausencia y el carácter efímero de la existencia humana.

Otro ejemplo de ello es la pieza The Key in the Hand, presentada en la Bienal de Venecia en 2015, donde suspendió cientos de miles de hilos rojos del techo atrapando más de 50.000 llaves antiguas, conectando con dos botes de madera sobre el suelo, creando una atmósfera cargada de intensidad poética; según la propia artista, las embarcaciones, dispuestas bajo la nube, como manos que pretenden recoger las llaves con las que se tiene la posibilidad de abrir la puerta simbólica que desvele lo que hay al otro lado.

Sin embargo, en la instalación Beyond Memory, 2019, expuesta en Gropiusbau de Berlín, se utilizaron unos 780Km de lana blanca entre los cuales se anudan documentos relacionados con la historia más antigua del edificio . «Dentro del atrio, he creado una nube de pensamientos y conexiones, que vincula al espectador con el pasado y el futuro. El hilo blanco es atemporal, no creo que el tiempo sea algo lineal, sino más bien circular», comenta la artista a la prensa.

Aunque su obra con hilos y lanas suele asociarse con la costura y la feminidad, Shiota aclara que las líneas creadas con este material se asemejan más a las pinceladas en una pintura. En vez de emplear un pincel sobre un lienzo tradicional, la artista utiliza los filamentos para dibujar en el aire. Los hilos de Shiota, laboriosamente anudados, crean un orden geométrico concreto en cada instalación; ya sean triángulos o círculos, las formas que se originan parecen representar la música interna de los estados de conexión. Un ritmo provisto de presencia física que a la vez sugiere algo inmaterial, mental o metafísico, pues lo que se entrelaza en estas redes es la sustancia sutil de las cosas, aquello efímero que constituye, en última instancia, la esencia misma del ser. «El hilo para mí no es solo material, es metáfora», afirma la artista, quien lo utiliza para representar aquellos vínculos invisibles que nos unen a lugares, personas y recuerdos​.

Así como el hilo de oro de Ariadna ofrece seguridad a Teseo para adentrarse en el laberinto, donde acecha el Minotauro que amenaza con devorar a la humanidad, las mallas tejidas por Shiota generan recorridos por los que transitar o detenerse. El hilo de Ariadna calma el miedo frente a lo desconocido y potencialmente peligroso, sirviendo como una guía protectora que estimula a enfrentar el misterio o mirar hacia un futuro incierto, con la tranquilidad de poder regresar siempre al mundo conocido. En cambio, las marañas de Shiota no buscan protegernos ni evitar que nos extraviemos; más que asegurar un retorno confortable, nos brindan recursos para sujetarnos y establecen recuerdos como puntos de apoyo desde los cuales impulsarnos, dejando abierta la decisión individual de avanzar o detenerse.

La experiencia emocional no siempre es “cómoda”: a veces el espectador se siente conmovido o vulnerable, enfrentando sus propias asociaciones afectivas. La obra In Silence, 2008, que exhibe un piano y sillas de público carbonizadas, confronta al espectador con la tristeza y la memoria de algo perdido. Esta catarsis es parte del poder del arte inmersivo: al involucrarnos por completo, puede hacer aflorar sentimientos latentes y estimular la empatía. De hecho, la naturaleza envolvente del arte instalativo permite crear un impacto psicológico más potente que el de las artes tradicionales, precisamente porque manipula el entorno entero a través de la escala, las luces y sombras para despertar las sensaciones más dispares, una mezcla de fascinación estética y sobrecogimiento emocional.

Pero más allá de memorias y recuerdos emocionales, huellas del pasado presentes en los objetos y símbolos de un futuro incierto, lo que no debemos dejar pasar, y ya he mencionado anteriormente, es cómo la artista deja al descubierto la estructura interna que subyace en los objetos, las personas y el universo en su totalidad, hablándonos explícitamente de que todo cuanto nos rodea son conexiones que nuestro ojo humano es incapaz de ver. La complejidad existe porque lasmicroscópicas partículas elementales que componen la realidad se relacionan e interactúan constantemente mediante fuerzas fundamentales (electromagnética, nuclear fuerte, nuclear débil y gravitatoria), generando las condiciones esenciales para la vida y la materia. A escala macroscópico encontramos redes complejas de conexiones a todos los niveles: los ecosistemas funcionan a partir de interacciones entre organismos vivos y su entorno; las sociedades se organizan mediante sistemas de relaciones humanas (sociales, culturales y económicas); las galaxias y el universo mismo forman estructuras interconectadas por fuerzas gravitacionales, creando 

grandes entramados cósmicos. De este modo, tanto lo microscópico como lo macroscópico comparten esta idea profunda: la existencia no es algo aislado, sino el resultado de complejas redes de conexiones internas y externas que definen cómo funciona y evoluciona la realidad.

Así, la exposición explícita de las conexiones internas y externas, que normalmente permanecen escondidas bajo un manto difuso, una imagen o una fachada, nos revela la estructura esencial de los objetos, los sujetos y los fenómenos que solemos percibir únicamente en su superficie, confrontándonos directamente con la naturaleza misma de nuestra percepción. Shiota hace visibles, a escala humana, esas relaciones ocultas que habitualmente solo intuimos a través de la emoción o la sensibilidad individual; por esta razón, su obra sugiere recurrir a la memoria y a la experiencia personal como vías privilegiadas para observar el mundo, ya que constituyen la manera más auténtica de acercarse y comprender la esencia profunda de

las cosas. Aunque la ciencia y la tecnología puedan describir con mayor precisión las interacciones y los vínculos que sustentan la existencia, el arte los representa simbólicamente, apelando a lo emocional e imaginativo de un modo más directo y eficaz.

La pregunta que surge es si este acto de exteriorización de lo invisible nos libera del engaño de lo aparente, al revelar una comprensión más profunda de lo que observamos, o por el contrario, nos atrapa en una red que se vuelve una prisión cuando no logramos captar su metáfora. Así, la obra de Shiota nos plantea esta paradoja fundamental, sugiriendo que la memoria puede liberarse al ser reconocida y comprendida como parte estructural, ofreciéndonos una percepción poética y profunda del mundo; pero también puede quedarse atrapada en lo visual si es malinterpretada como una simple representación estética. La pretensión es sacar a la luz las huellas y los rastros de vida al mismo tiempo que los enreda en la trama del tejido.

Reconocer la complejidad poética oculta en el individuo y en el universo, nos abre un campo inmenso y ambiguo de posibilidades que, reitero, pueden ser tan liberadoras como abrumadoras si no logramos comprender el significado primordial detrás de la maraña visible de hilos. En este sentido, la descodificación de las conexiones internas como metáfora artística, pero también existencial, permite liberarse del engaño perceptivo, brindando la oportunidad de descubrir que lo verdaderamente esencial no es la representación estética o visual del objeto, sino la red interna que lo hace posible y único.

Todas sus piezas, no solo las instalaciones a gran escala, sino también sus esculturas, pinturas y dibujos, contienen implícitamente el intento de observar e interpretar esas conexiones invisibles que conforman la poética del ser como espacios dinámicos de memorias capaces de reflejarse en cuerpos materiales que, son al mismo tiempo símbolos del tránsito y de la permanencia.

Definitivamente, la propuesta artística de Shiota, plantea una nueva manera de contemplar la realidad, revelando un tejido universal y profundo que une lo visible e invisible, en una invitación constante a reflexionar sobre nuestra existencia y su fragilidad.

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YOSHIHIRO SUDA. LA EXPERIENCIA DE LA FLOR

Susana Pardo

YOSHIHIRO SUDA

LA EXPERIENCIA DE LA FLOR  

El arte contemporáneo ha explorado constantemente las fronteras entre lo real y lo ilusorio, entre lo que es y lo que parece ser, constituyéndose como un espacio discursivo que interroga las estructuras epistemológicas de la percepción y los límites del objeto artístico. En esta encrucijada, la obra de Yoshihiro Suda se erige como un susurro en la vastedad del espacio expositivo, que indaga en la interacción entre la materialidad y la simulación, el vacío y la plenitud, lo efímero y lo inmutable. Sus esculturas hiperrealistas de frágiles flores y hojas, esculpidas con minuciosa delicadeza en madera de magnolio, son puro engaño, un trampantojo que puede llegar a incomodar. La cuestión fundamental de su obra no radica únicamente en la mímesis visual, sino en el potencial cognitivo de la obra de arte para generar nuevas interrogaciones sobre la realidad y la subjetividad del observador.

La dimensión espacial de la escultura de Yoshihiro Suda desconcierta tanto como atrae. Lejos de concebir el espacio expositivo como un mero contenedor de objetos artísticos, el artista lo instrumentaliza como parte constitutiva de su discurso estético. Sus pequeñas piezas escultóricas se insertan en las fisuras, en las grietas y en los márgenes de lo visible, sugiriendo un diálogo entre la obra y su entorno. Esta relación, análoga a los principios de la estética que deriva de la filosofía Zen1, enfatiza la noción de vacío en el sentido de potencia latente, donde la ausencia se torna tan significativa como la presencia.

Tal como ocurre en los jardines secos del karesansui2, donde las líneas sobre la arena sugieren la existencia de un agua imaginaria, la obra de Suda opera a partir de una semiótica del indicio, donde lo representado remite a su propia negación.

La idea de vacío no solo se despliega en términos espaciales, sino que también establece un vínculo con la fenomenología de la percepción. En el pensamiento filosófico de Maurice Merleau-Ponty3, la percepción es un proceso inacabado que depende del entrelazamiento entre el sujeto y el mundo. La ausencia de elementos visuales dominantes en estas instalaciones obliga al espectador a habitar ese vacío y, por extensión, a reconocer su propio papel en la configuración del significado. Así, el vacío deviene en un campo de posibilidad interpretativa, una indeterminación donde el sentido ha de construirse en la interacción entre lo visto y lo imaginado. 

El artista japonés confiesa no haber prestado atención a la naturaleza hasta que dejó de habitarla en su pueblo natal en la falda del monte Fuji. Una vez en Tokio, donde cursó estudios de Bellas Artes, la necesidad de espacio libre y la añoranza de los colores y formas vegetales le impulsaron a la creación realista de diferentes clases de flores, con sus pétalos de colores brillantes y delicadísimos estambres y pistilos; incluye en su repertorio tallos y hojas en las que se aprecian los detalles de las nervaduras de la savia vital, los signos de sequedad o la huella de las infecciones y los insectos; todas ellas son formas orgánicas cuya individualidad pasa desapercibida en la naturaleza y, sin embargo, el artista las realiza con una atención y cuidado exquisito. Aun cuando la madera ya no conserva su cualidad orgánica original, la talla delicada y el detalle realista evocan la fuerza vital que una vez la habitó, lo que enriquece el sentido existencial de sus esculturas.

Ahora bien, sería reduccionista inscribir la obra de Suda en la mera tradición del hiperrealismo entendido como virtuosismo técnico, ya que sus esculturas despliegan una problematización ontológica de la imagen y la percepción. La paradoja de sus flores de madera radica en su capacidad para provocar un encuentro entre lo verosímil y lo ilusorio, situando al espectador en un umbral perceptivo en el que se disuelven las certezas. En esta ambigüedad radica la potencia crítica de su propuesta: la pregunta por la realidad de lo representado se convierte en una pregunta por la realidad misma, estableciendo una relación especular entre el sujeto que observa y el objeto observado.

El diálogo entre lo natural y lo artificial se evidencia en la disrupción que sus esculturas producen en el espacio expositivo. La organicidad de sus flores esculpidas se contrapone a la racionalidad geométrica del cubo blanco de la galería, instaurando una tensión entre la sensibilidad natural y la asepsia modernista. La geometría poética que emana de sus piezas remite a una configuración fractal de la realidad, donde lo aparentemente caótico en la naturaleza se revela como un orden subyacente. En esta confrontación entre lo estructurado y lo espontáneo, Suda presenta su propia noción de armonía, evidenciando la coexistencia entre la contingencia del crecimiento biológico y la determinación de la forma escultórica.

A través de esta exploración formal, se revela una interdependencia fundamental entre los sistemas geométricos y las manifestaciones orgánicas. La aparente contradicción entre lo natural y lo construido se convierte, así, en un campo de negociación visual donde el espectador debe reconciliar el rigor del diseño humano con la espontaneidad de los patrones naturales.

Una de las dimensiones fundamentales de la obra de Suda es su capacidad para operar en el umbral del silencio. Sus esculturas no demandan una respuesta inmediata ni compiten con el bullicio del entorno expositivo, sino que requieren una aproximación contemplativa que deviene en un estado de escucha visual. En este sentido, su obra se inscribe en una estética de la retención, donde la sutileza y la economía de medios potencian la intensidad del significado. Así como en la música el silencio entre las notas estructura la melodía, en la obra de Suda los intervalos vacíos configuran la poética del objeto artístico.

Esta relación con el silencio no solo se manifiesta en la disposición espacial de sus obras, sino que también resuena con una concepción filosófica más profunda sobre el significado del arte en la sociedad contemporánea. En un mundo saturado de estímulos visuales, la obra de Suda plantea la posibilidad de una pausa, un momento de suspensión en el que la percepción se torna un acto de meditación.

NOTAS_______________________________________

1.- En el contexto del pensamiento Zen, el “vacío” hace referencia a la interconexión y la naturaleza mutable de todo cuanto existe. Este concepto destaca la impermanencia de la realidad y apunta a la esencia compartida de los fenómenos: nada existe de manera aislada ni por sí mismo. El “vacío” en Zen, por tanto, es la consciencia de que las formas y los fenómenos no poseen una sustancia fija y eterna. Por otro lado, el “silencio” en la práctica y el arte Zen alude a un estado de quietud interna que permite percibir con mayor claridad la realidad circundante y la propia mente. A través del silencio se cultivan la atención plena y la contemplación profunda, dos aspectos fundamentales de la espiritualidad Zen.

2.-Karesansui son espacios concebidos como jardines en la tradición japonesa que prescinden de agua y emplean grava, rocas y musgo para evocar paisajes naturales en forma abstracta. Vinculados con la práctica Zen, promueven la contemplación a través de su sencillez y serenidad.

3.- MERLEAU-PONTY, Maurice: Fenomenología de la percepción. Buenos Aires, Editorial Losada, 1957. En esta obra, el autor desarrolla la idea de la percepción como proceso inacabado en el que sujeto y mundo se entrelazan, dando lugar a una constitución conjunta del sentido.

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