LO INASIBLE. Oscar Muñoz

Susana Pardo

LO INASIBLE

Oscar Muñoz

Cortinas de baño, 1985-1986. Acrílico sobre plástico

[…]La materialidad de este último [el espíritu], era concebida como envoltura carnal que encarcelaba, bajo cáscaras, ropajes, figuras e imágenes visibles, la verdad misma del sentido. Solo desprendiéndose de esa corteza o costral material era posible, según esa metafísica [del lógos], el acceso a la verdad misma de la cosa y al núcleo interior del lógos. Esa metafísica propone una ruptura con la materia y un desprendimiento con lo corpóreo y físico.

La memoria perdida de las cosas. Eugenio Trías

Tiene sentido situar la obra del artista colombiano Óscar Muñoz (Popayán,1951) en el umbral donde la imagen nace y muere, donde la memoria se agita en su inestabilidad y el espectador, al mirar, se convierte en testigo de lo que ya se desvanece. En sus trabajos no hay voluntad de permanencia, sino una exploración paciente y poética de la fragilidad, de la desaparición como forma de existencia, del gesto que no se retiene pero deja huella. Si la imagen ha sido tradicionalmente un mecanismo de fijación, un modo de resistir al paso del tiempo, Muñoz la entiende desde su reverso: como rastro, sombra o soplo, como intento fallido de hacer presente lo ausente. Su obra no es una estética de la desaparición, sino una ética de la observación: observar lo que se esfuma, atrapar lo que no se deja poseer.

De un modo u otro, a través de sus fotografías, instalaciones y vídeos, el artista ha puesto en jaque la mirada. Parece decirnos que no importa cómo sea la realidad ante nuestros ojos, porque no somos capaces de percibirla tal como es; o más bien, nos presenta sus sospechas sobre la realidad como algo en constante movimiento, desenfocado y a la fuga, imposible de apreciar con nitidez o agarrar: bien por nuestras carencias y sesgos, bien porque todo objeto o imagen, lejos de ser un espejo fiel del mundo, es una zona de ambigüedad donde se confunden lo real y su proyección, lo que está y lo que parece estar. Muñoz juega en ese intersticio donde lo visible se entrelaza con lo imaginado, nada es del todo nítido y la incertidumbre se alza. Y desde luego, encontramos cómodo a Muñoz en ese espacio tan propicio para la creación: en ese cruce entre ser y dejar de ser, entre ver y no ver es donde se instala la potencia poética del arte, no en la afirmación de una verdad, sino en la apertura hacia lo incierto. La percepción, como la identidad, no es un punto fijo sino una deriva, un campo de tensiones que exige del espectador no sólo una mirada, sino una forma de habitar el enigma.

Re/trato, 2004. Vídeo proyección

En piezas como Re/trato (2004), la mano del artista intenta pintar un rostro con agua sobre una piedra caliente, pero el sol evapora las líneas antes de que termine. La imagen nunca se consuma, nunca se fija, y sin embargo permanece: en la reiteración del intento, en la espera del espectador, en la tensión entre lo que nace y se borra al mismo tiempo. Hay en ese acto una alusión implícita al mito de Sísifo, a esa labor incesante que sabe de antemano su futilidad pero insiste en recomponer una y otra vez, sin rencor, sin drama, . La mirada de Muñoz sobre el tiempo no es violenta, sino meditativa: el paso del tiempo no destruye, sino que configura una poética. Del mismo modo, en la obra Narciso (2001), el rostro del artista dibujado en polvo de carbón flota en la superficie del agua y su reflejo proyectado en el fondo blanco del lavabo lo duplica. Ambas figuras van acercándose la una a la otra, como si el sujeto buscara alcanzar a su propia sombra para comprenderse a sí mismo, pero justo cuando están por fundirse en una, el destino se cumple y el remolino del desagüe se las traga. Es ese instante previo a la desaparición lo que interesa a Muñoz: el juego entre la materia que se va y la imagen que, aunque perdida, persiste en la memoria.

                                                                                    Biografías, 2002. Video proyección                                                                            Narciso, 2001-2002. Vídeo proyección

El rostro, en la obra de Óscar Muñoz, no es nunca una afirmación, más bien al contrario, plantea muchas preguntas. El autorretrato, lejos de ser una forma de fijar la identidad, se convierte en una herramienta para su disolución: el yo se contempla en el espejo del tiempo y se descubre siempre fugitivo. No hay aquí la voluntad de perdurar que animaba al retrato clásico, sino una delicada conciencia de que toda identidad es reflejo y tránsito, forma apenas insinuada que se extingue al ser mirada. Sus autorretratos no son imágenes del ser, sino coreografías del desaparecer: en ellos el rostro nace y muere ante nuestros ojos, como si el acto mismo de revelarse implicara también su eclipse.

Muñoz no se representa a sí mismo para desenmascarar la levedad de la identidad, para mostrar cómo el yo se constituye en el borde de su desaparición. En esa despersonalización del artista, nos involucra a todos: ya no se trata de su rostro, sino del nuestro; ya no de su historia, sino de la nuestra. Es exactamente lo que ocurre en la pieza Aliento; esa inversión alcanza un punto de exquisita ambigüedad: al soplar sobre el espejo y ver surgir un rostro ajeno donde esperábamos encontrarnos, la identidad se revela como un cruce de reflejos. ¿Dónde termina el otro? ¿Dónde empieza el yo? En ese entrelugar, Muñoz instala su poética de la inestabilidad: cada imagen es una frontera movediza entre lo propio y lo ajeno.

                                                                                                                                                                                                                 Aliento, 1995. Serigrafía sobre espejos metálicos de20 cm de diámetro c/u

Del mismo modo, la obra Ambulatorio (fotografía aérea a gran escala de la ciudad colombiana de Cali, adherida a un vidrio de seguridad) puede leerse como un autorretrato expandido, donde la subjetividad individual se disuelve en la cartografía compartida de la ciudad. Al caminar sobre el mapa fotográfico organizado como una trama regular, el espectador rompe el vidrio que contiene la imagen del plano, fragmentando no solo la representación del espacio, sino su vínculo afectivo con el lugar. La identidad se vuelve entonces algo colectivo, múltiple, hecho de capas que se quiebran y se reconfiguran con cada paso; de tal manera que, a la organización cuadrangular uniforme de la ciudad, se suman las líneas caóticas de las grietas formadas en el deambular. Es como si el artista dijera que el yo no solo está dentro del cuerpo, sino en la interacción con su medio y la forma en que se inscribe en el mundo. Y ese mundo, como la imagen, no se fija, sino que se resquebraja y se recompone sin cesar.

                  Ambulatorio, 1994. Instalación fotográfica encapsulada en vidrio de seguridad                                                                                                                                                                                                                                                   

Su enorme producción de retratos con todo tipo de elementos y técnicas sobre soportes que desintegran la imagen, no solo responde a una inquietud por la experimentación de signos y significados cargados de expresividad y simbolismo, sino que además nos enfrenta al carácter inasible de la identidad. En la serie Juego de probabilidades, el artista compone un autorretrato a partir de fragmentos de sus propias fotos de carnet tomadas durante cincuenta años. El rostro resultante no es uno, sino muchos: una identidad que se desliza entre edades, entre tiempos, entre versiones de sí. Como si la imagen no pudiera nunca decir la verdad del sujeto, sino solo su tentativa. Y es justo en ese intento donde el arte se vuelve revelación: al hacernos comprender que la memoria no reside en la permanencia de la forma sino en la persistencia de la experiencia, en el transcurso, en el hacer. Pero además fotografía los retratos resultantes en el hueco de una mano: una metáfora de insignificancia, pero también de amor y protección hacia la fragilidad del ser.

                                                                                                                                                                                                  Juego de probabilidades, 2007. Fotografías a color

Este desmembramiento de la identidad, esta evaporación continua de la materia que se rehace y se disuelve, se inscribe en una larga tradición alegórica que remite a las vanitas barrocas: aquellas imágenes que enfrentaban la fugacidad de la carne con la eternidad del alma. En la obra de Muñoz, el vaho, el agua, la ceniza, el azúcar o la sombra operan como soportes inestables de una imagen que se sabe pasajera, que se ofrece al ojo solo para ser retirada. Así, estas obras se convierten en una meditación sobre la disolución, sobre ese momento en que el rostro se deshace, como el nuestro ante el espejo empañado.

Y es aquí donde el mito de Narciso reaparece, no como simple alusión literaria, sino como arquitectura simbólica de la mirada contemporánea: el rostro que se contempla a sí mismo, y en su contemplación se esfuma. Narciso ya no es solo figura de la vanidad individual, sino emblema de una sociedad entera que no logra fijar su reflejo, que no consigue retener la memoria. En la obra de Muñoz, este mito se reescribe con una carga política y colectiva: el sujeto no solo se deshace en su reflejo, sino que la comunidad completa se diluye en su incapacidad 

   

Narcisos, 1995-2009. Autorretratos de polvo de carbón, papel sobre agua y plexiglas

para recordar. La imagen se vuelve así alegoría de la desaparición: de los cuerpos, de los rostros, de las historias. Pero esta desaparición no grita, no hiere, no se impone. Se despliega con la misma serenidad con que el humo se eleva en el aire o el agua se filtra en la tierra. La violencia está contenida, sublimada en una poética de lo leve. Muñoz representa la destrucción no para escandalizar, sino para dejar que su huella hable, para que la ausencia, despojada de estridencia, adquiera una densidad espiritual casi meditativa.

Muñoz contempla y nos da a ver la pérdida, porque lo que se esfuma no desaparece del todo si ha sido mirado con atención. Como si supiera que el gesto de mirar es ya una forma de recoger lo perdido, lo representa con el propio aliento del espectador dando vida a los olvidados de la historia y haciéndolo participar, siquiera por un instante, de una acción conmemorativa, incluso creativa. Es desde esa relación con el espectador donde la obra se completa. La imagen no resiste al tiempo por sí sola, pero resiste en la conciencia de quien la observa. Ahí está su eternidad: no en el objeto, sino en el acto de mirar.

                                                   Vitrinas                                                                                   Píxeles, 1999-2000. Tintura de café sobre terrones de azúcar

Pero más allá de las propuestas del artista, hay algo que la obra de Muñoz no dice pero sugiere, algo que se deduce de su insistencia en lo efímero como umbral. Esa reiteración, al ser acogida sin dramatismo, como un dato natural, comienza a rozar lo sagrado. La desaparición puede entonces ser entendida como ciclo, como parte de una totalidad que no se agota en lo visible. Lo efímero, visto desde esa perspectiva, se convierte en construcción de lo eterno. Lo eterno no como permanencia, sino como lo que se repite en su desvanecimiento, que no cesa de desaparecer pero sigue dejando una idea. Y es esa idea la que no muere. El agua se seca con el sol, el azúcar se disuelve en el café, pero el concepto permanece, no lo toca el tiempo. “Todo pasa”, decimos; y sin embargo, esa misma frase es eterna. Entonces, lo efímero y lo eterno no se oponen, sino que son una misma cosa vista desde distintas orillas. Lo efímero es la forma que adopta lo eterno para habitar el mundo sensible. Y el arte, en su forma más alta, no es el intento de fijar una imagen, sino de hacer visible esa condición intermedia donde todo se transforma sin dejar de ser. Ahí, en ese lugar imposible de aprehender, en ese umbral que solo dura un instante, reside lo inasible.

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La palabra, semilla de la imaginación. Luis Camnitzer

Susana Pardo

LA PALABRA, SEMILLA DE LA IMAGINACIÓN

Luis Camnitzer

Luis Camnitzer nació en 1937 en Alemania, pero se formó y creció en Uruguay. Esa doble condición –la del desplazado y la del latinoamericano en un tiempo convulso– marca profundamente su visión del arte. Desde sus primeros trabajos comprende que el verdadero espacio de la creación no está en los pigmentos o en los bronces, sino en el territorio del pensamiento. Elige el lenguaje como materia prima y lo convierte en un campo de experimentación. No se trata de ilustrar, ni de narrar, ni de embellecer: se trata de poner al descubierto las estructuras invisibles que sostienen tanto el poder como la memoria.

En 1968 presenta una de sus piezas más citadas: Esto es un espejo. Usted es una frase escrita. La frase, inscrita en un panel, transforma al espectador en parte inseparable de la obra. No se ofrece la distancia de la contemplación, sino una experiencia en la que el lector queda implicado en lo que está sucediendo. El gesto puede parecer simple, pero en ese momento significó un quiebre: por primera vez, el espectador dejaba de ser testigo silencioso para convertirse en componente del trabajo.

Con esa obra, Camnitzer inaugura una manera distinta de pensar el lugar del público en el arte, investigando la relación entre lenguaje, percepción y realidad. La obra es una de las primeras manifestaciones del giro conceptual del artista, quien más tarde reflexionaría que este uso del texto busca provocar pensamiento y preguntas sobre cómo interpretamos el arte y sobre el rol activo del observador en darle significado. De este modo, el museo se convertía en un lugar donde la lectura y la imaginación generan acontecimientos.

Esta manera de entender la práctica artística coincidió con un período oscuro en América Latina. Mientras en Nueva York los artistas conceptuales exploraban la autonomía de las ideas, en el Cono Sur el conceptualismo asumía otra tarea: la de convertirse en refugio y en instrumento frente a la censura y la represión con estrategias orientadas a replantear la relación entre el arte y la realidad sociopolítica. El propio Camnitzer ha señalado que mientras en el centro del mundo del arte (Nueva York) se privilegiaba el uso del lenguaje como materia prima excluyendo el contenido, en la periferia latinoamericana se subrayaba la comunicación y el contenido político en las propuestas artísticas. En sus ensayos definió el conceptualismo latinoamericano como una vasta gama de obras y prácticas que replantearon las posibilidades de relación entre el arte y la realidad social, política y económica, en contextos marcados por regímenes antidemocráticos y dictaduras. Es decir, para Camnitzer y sus contemporáneos el lenguaje artístico se convirtió en un arma política sutil, capaz de eludir la censura e incitar la crítica.

En ese marco se inscribe Masacre de Puerto Montt (1969), una obra que Camnitzer construyó a partir de los asesinatos perpetrados en Chile. En vez de recurrir a imágenes sangrientas, levantó una estructura mínima, casi forense, que organizaba el espacio como si se tratara de una arquitectura del crimen. El vacío visual obligaba a completar mentalmente la escena y exponía la brutalidad del hecho de un modo más perturbador que cualquier fotografía. El espectador, una vez más, era conducido a ser parte del mecanismo de la obra: su memoria, su imaginación y su incomodidad se volvían parte constitutiva de lo que estaba viendo.

Años después, durante la dictadura uruguaya, Camnitzer volvió sobre la violencia de Estado con su Serie de la tortura uruguaya (1983–84). Treinta y cinco fotograbados muestran objetos de uso corriente o instrumentos de tortura acompañados de frases neutras, casi banales: “Él practicaba todos los días”. La frialdad de las palabras contrasta con la violencia sugerida por la imagen. Aquí la obra no muestra el acto, sino que lo evoca en la mente del espectador. Esa tensión entre la economía del lenguaje y la densidad del recuerdo convierte a la serie en una de las denuncias más incisivas de la represión. El propio Camnitzer declaró que la serie surgió como un homenaje a amigos torturados, pero pronto se amplió hacia una reflexión más general sobre la condición humana y sobre la multiplicidad de prisiones que habitamos.

En una entrevista, el artista habló de esas prisiones: la celda del prisionero político, pero también la prisión del artista que intenta escapar de los estereotipos y fracasa, la prisión del cuerpo, de la imaginación, de la ideología, de la sociedad. Todas ellas como envolturas limitantes superpuestas, mientras el arte se convierte en la tentativa –casi siempre fallida– de fuga. Esa imposibilidad no lo desalienta: al contrario, le otorga sentido a la obra. Mostrar el límite, hacer consciente la cárcel invisible, es ya una forma de resistencia. En Documenta 11 (2002), Camnitzer presentó una instalación que insistía en esta ambigüedad: un espacio que remitía tanto a la cárcel real como al encierro simbólico del artista dentro del mercado y las convenciones. Para él, toda obra de arte vive apenas unos segundos, hasta que se transforma en objeto y se inserta en el circuito de mercancías. Sin embargo, en esos segundos de intensidad se juega la posibilidad de despertar al espectador, de ponerlo frente a sus propios barrotes.

No toda su obra se concentra en la denuncia. Camnitzer también ha explorado caminos pedagógicos, convencido de que el arte puede ser una forma de enseñanza colectiva. En 2009 concibió una frase que desde entonces se ha inscrito en las fachadas de numerosos museos: El museo es una escuela: el artista aprende a comunicarse; el público aprende a hacer conexiones. Con esa sentencia, la institución se compromete públicamente a funcionar como espacio de aprendizaje. La frase, grabada generalmente en la tipografía institucional de cada museo, actúa como declaración de principios y como una intervención artística que irrumpe en la propia institución. El proyecto nació como

respuesta irónica a la negativa de un director de museo a vincular la práctica artística con la enseñanza, y pronto se transformó en una acción recurrente. Más de quince museos han exhibido ya la frase, asumiendo simbólicamente su mensaje. En 2013, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile la adoptó como inscripción permanente en su arquitectura, recordando de manera constante su responsabilidad con la educación crítica. Cada institución que acoge la obra firma, de algún modo, un contrato con el público: se obliga a orientar su práctica hacia la formación y el pensamiento crítico, más allá de ser depositaria de obras. Camnitzer ha señalado que este lema debería dejar de entenderse como una expresión personal y pasar a ser asumido institucionalmente, de manera que la sociedad pueda exigir cuentas cuando el museo traicione ese espíritu. Aunque es consciente de que rara vez se cumplirán esas expectativas, considera que, al menos, la incoherencia de las instituciones quedará expuesta ante el público.

En la retrospectiva Hospicio de utopías fallidas (Museo Reina Sofía, 2018) se pudo ver cómo esta preocupación pedagógica se despliega en distintos formatos. Allí, el visitante era invitado a escribir en los muros, a imaginar utopías, a intervenir directamente en el espacio. Obras como Aula (2005) o Cuaderno de ejercicios trasladan al museo la lógica de la escuela, invitando a pensar en qué se enseña y cómo. En todas ellas, el espectador deja de ser consumidor de imágenes para convertirse en sujeto activo de una experiencia

de aprendizaje. Cree firmemente que no hay arte sin espectadores y que la participación activa del público es esencial para que la obra cobre sentido. En su producción artística, otorga al espectador el papel de co-creador y coproductor de conocimiento, “un conocimiento que aporte elementos para el reordenamiento social. El arte se convierte en un laboratorio de pensamiento compartido. Esta visión se inspira en la semiótica de Umberto Eco (Obra Abierta) y en pedagogos latinoamericanos; en lugar de imponer un mensaje único, la obra de Camnitzer se abre a múltiples interpretaciones, empoderando al espectador a reflexionar y hasta a transformar su conciencia.

Pero la pedagogía de Camnitzer no es complaciente. Su insistencia en que el museo debe ser escuela va acompañada de una crítica feroz a la mercantilización del arte. Él mismo lo expresó en textos como De la Coca-Cola al arte boludo: el artista está siempre ante la disyuntiva de producir objetos o de producir cultura. Su elección es clara: prefiere contribuir a la formación de una conciencia crítica antes que a la circulación de mercancías. Esa tensión atraviesa todo su trabajo y lo convierte en una figura incómoda para el mercado, pero indispensable para entender la función social del arte en América Latina.

Su libro Didáctica de la liberación (2007) profundiza estas ideas desde el plano teórico. Allí sostiene que el conceptualismo latinoamericano no debe confundirse con el arte conceptual anglosajón. Aunque más que una historia del arte, se trata de una reflexión sobre cómo el pensamiento artístico puede actuar como herramienta de emancipación en un continente atravesado por dictaduras y por la herencia colonial. En sus páginas Camnitzer examina experiencias concretas, analiza estrategias de artistas y colectivos, y plantea que el arte puede funcionar como un espacio de aprendizaje social, un ámbito para ejercitar la imaginación crítica y para generar nuevas formas de conciencia política. En definitiva un arte vinculado a la vida más auténtica en contextos de represión y dependencia sociocultural. Recuerda también las palabras de Simón Rodríguez, maestro de Bolívar: “o inventamos o erramos”. Esa máxima resume el espíritu de una generación que vio en el arte no un fin estético o un ejercicio formal, sino un instrumento de transformación, de búsqueda de identidad y de liberación.

La obra de Camnitzer se mueve así entre dos polos: el señalamiento de las prisiones visibles e invisibles que nos limitan, y la apertura de espacios pedagógicos donde es posible imaginar salidas, aunque siempre provisionales. Entre la denuncia y la enseñanza, entre la impotencia y la esperanza, su trabajo se sostiene en la convicción de que el arte produce cultura. No se trata de grandes gestos heroicos, sino de pequeños desplazamientos que modifican la mirada del espectador. Camnitzer lo resume con crudeza: la obra muere pronto, pero en ese instante breve abre una posibilidad de resistencia.

Esa es, quizás, la lección más vigente de su trayectoria: el arte no redime, pero ilumina las grietas. Y en esas grietas se insinúa la libertad.

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NIGREDO / ALBEDO / CITRINITAS / RUBEDO. LOUISA HOLECZ

Yanaiara

NIGREDO / ALBEDO / CITRINITAS / RUBEDO

Louisa Holecz

Niobide abandonnée, 2024

Mi proceso creativo siempre refleja mi atracción personal por los impulsos destructivos y reparadores. Me interesa la forma en que las experiencias caóticas, así como la agresión destructiva, se convierten en obras de arte a través de un proceso de sublimación. De ahí mi interés por la costumbre de Claudel de destruir su obra.

Louisa Holecz

La artista visual británica Louisa Holecz (Londres, 1971), afincada en Zaragoza desde el año 2000, irrumpe en la escena española en 2009 revelando un imaginario rico y conmovedor. Desde sus primeros cuadros de criaturas salvajes con atmósferas intensas y casi viscerales, ha ido abriéndose camino hacia proyectos de gran carga conceptual, en los que lo informal se convierte en vehículo de lo intangible. Holecz deriva, así, hacia una exploración más íntima de la memoria, haciendo presencia física el recuerdo de la casa familiar y los objetos heredados de madres a hijas. Su pintura y dibujo dialogan con la escultura y otros materiales táctiles para hablar del hogar, la maternidad, la enfermedad o la pérdida.

En su proyecto más reciente, Souvenir d’exil, estas preocupaciones alcanzan un poderoso cauce creativo adentrándose en el enigma vital de la escultora Camille Claudel. A partir de su trágica historia –un talento condenado al olvido en reclusión– Holecz reflexiona sobre la poética de la duda, la identidad desvanecida, la destrucción y el exilio. Para comprender el calado de este trabajo contamos con la colaboración de la historiadora del arte y comisaria de la exposición Souvenir d’exil, que tuvo lugar en el Museo IAACC Pablo Serrano en 2025 como culminación de los 6 años de investigación de Louisa Holecz.

MOTS D’EXIL. LOUISA HOLECZ

Por Chus Tudelilla

En 2019 Louisa Holecz inició el proyecto Souvenir d’exil cuando, con motivo de la exposición Viaje al manicomio celebrada en la galería La Casa Amarilla de Zaragoza, presentó la pintura Clotho, actualmente en la colección del IAACC Pablo Serrano. Clotho alude a la escultura realizada por Camille Claudel en 1893 y al jardín del manicomio de Montdevergues donde murió en 1943, tras un encierro de treinta años. Existen fotografías de aquel jardín, pero ¿cómo lo veía y sentía Camille Claudel? Louisa Holecz lo pinta seco y estéril como las hebras que surcan hirientes el cuerpo de la escultura Clotho, la moira del destino.

Clotho marcó el inicio de un profundo y complejo ejercicio de reflexión pictórica en la trayectoria de Louisa Holecz, al que acompañó el estudio del legado de Camille Claudel, escasamente apreciado en los ensayos dedicados a la escultura del siglo XX y siempre supeditado al de Rodin. El lenguaje del arte no es ni una historia lacrimógena ni un cuchicheo confidencial, quiso dejar claro Linda Nochlin; de la misma opinión es Louisa Holecz y con el propósito de atender a las claves que singularizan la decisiva aportación de Camille Claudel a la escultura europea, centró su proyecto Souvenir d’exil en atender el “enigma Claudel”, cuyo desvelamiento invita a plantear determinadas cuestiones en el ámbito de la creación visual contemporánea, tales como el reconocimiento efectivo en el sistema arte de las obras realizadas por mujeres, la necesidad urgente de establecer un diálogo entre los diferentes ámbitos de la cultura, o la constatación, de que, como anotara Giorgio Agamben, lo contemporáneo no puede más que revelarse en el espesor de temporalidades entrelazadas desde el que percibir la actualidad.

La secuencia de obras que vertebra el proyecto Souvenir d’exil configuran una cartografía visual organizada en diferentes estadios que dan testimonio de la intensa meditación que Louisa Holecz realiza sobre la pintura desde el puro acto pictórico, una posición de vértigo, siempre al borde del naufragio, en el anhelo incierto de recuperar desde el imaginario la memoria de lo perdido. Así lo constaté en el breve ensayo que escribí en la publicación que acompañó al proyecto expositivo presentado en el IAACC Pablo Serrano, durante los meses de enero y marzo de 2025, del que fui comisaria.

Hamadryades, 2024

Un paisaje enmarañado y oscuro señaló aquellos días el horizonte sin lejanía, un muro de pintura, que recibía y ante el que se situaba el espectador a la entrada de la exposición. Hamadryades es su título, en referencia a una escultura desaparecida de Camille Claudel dedicada a las ninfas que habitan en los árboles. La enorme masa arbórea de chopos negros era el límite que separaba el último taller-vivienda de Camille Claudel -en el 19 del Quai Bourbon de París, donde se instaló en 1899-, del mundo. Desde hacía mucho tiempo la soledad era la única aspiración que le permitía crear sus propias obras, “para ella”, según decía. En torno a 1905 empezaron las fugas y la sistemática destrucción de sus obras, auténticos autos de fe que realizaba para exorcizar sus males. Louisa Holecz registra la acción en el ciclo Peintures de destruction. A su lado las implacables moiras del destino: Clotho, Lachésis y Átropos. De la estirpe de la Noche, como las Moiras, procede la diosa Lete, pareja opuesta a Mnemosine, la diosa de la memoria. Desde muy temprano, la genealogía de Lete cede en importancia ante Leteo, un río del infierno que concede el olvido a las almas de los muertos. En el suave fluir de las aguas mágicas se disuelven los recuerdos. Louisa Holecz almacena en su memoria la historia de Camille Claudel, a quien acompaña a lo largo de su trayectoria recuperando del olvido con sus pinturas las esculturas destruidas y arrojadas a la corriente del río. Niobide abandonnée y Sédiments, secuencia de pinturas sobre papel.

El Atlas Mnemosyne fue el gran proyecto de Aby Warburg. En noviembre de 1918 sitúa Warburg los primeros síntomas de su enfermedad mental que consistía, según escribió durante su estancia en la clínica psiquiátrica Bellevue, el 16 de julio de 1921, “en perder la capacidad de conectar las cosas en sus simples relaciones casuales, lo que se refleja tanto en lo espiritual como en las cosas concretas”. Aquel hombre que pretendió recopilar el atlas de imágenes del mundo, reflexiona Fernando R. de la Flor, sintió cómo el polo del lenguaje y de la escritura misma se desestructuraba ante sus ojos; literalmente se derruía, girando hacia el lado terrible de la afasia y la agnosia, que incluso llegó a impedirle reconocer con claridad los signos que había aprendido a trazar en la escuela. Frente a la desaparición y la muerte, la imagen permanece obstinadamente.

Mots d’exil IV, VI y VII, 2023

Sostiene Ramón Andrés que el silencio, la no presencia del lenguaje, deja la identidad en vilo. En la soledad de su taller, y en silencio, Louisa Holecz pinta la pérdida de identidad en la serie Mots d’exil mediante un proceso pictórico que convierte en imágenes el progresivo desgajamiento de una escritura suspendida, incapaz ya de custodiar la memoria. Sobre una capa de yeso blanca, Holecz delinea la grafía cambiante, distorsionada, vacilante, caótica, balbuceante y en declive de las cartas que Camille Claude envió desde el psiquiátrico. Nadie reconocía su voz y era complicado entender su escritura demente… Cómo escribir cuando el frío impide sostener la pluma; qué decir cuando la lengua está en retirada. Se negó a crear, dice. Pero nunca dejó de expresar el que fue mayor deseo, regresar a Villeneuve-sur-Fère, el lugar de su infancia, donde siempre se había sentido a salvo. Louisa Holecz protege en esta secuencia de pinturas la memoria de Camille Claudel, rescatándola del olvido; que no es sino la expresión, como sucede en todos los proyectos que Louisa Holecz ha desarrollado durante su trayectoria, de la necesidad de pertenencia con el ánimo de fortalecer su identidad poniéndola a salvo mediante imágenes. El exilio, como dice el verso del poema “Utopía del exilio” de Francisco Jarauta, inventa su propia escritura.

Durante el largo proceso de creación del proyecto Souvenir d’exil, Louisa Holecz utilizó una sábana sobre la que se fueron depositando los restos de pintura. Sucede que de improviso una imagen del pasado regresa espontáneamente y toma posición revelándose capacitada para sacudir nuestro imaginario. Así lo intuí. La sabana vela el recuerdo de las imágenes pintadas que ocuparon la secuencia de lienzos y papeles, y en el anhelo de dar amparo a la desaparición, Louisa Holecz envuelve el paño en organza y borda con hilos de color las manchas que señalan el límite entre lo visible y lo invisible, protegiendo los pliegues de la tela de la pérdida que anuncia el olvido.

Con Abîme Louisa Holecz puso fin a su reflexión pictórica sobre la trayectoria y obra de Camille Claudel, cuyos restos fueron sepultados en el cementerio comunal del manicomio donde murió el 19 de octubre de 1943, a las 79 años. No poseía nada. Al cabo de un tiempo su tumba desapareció. Un cuerpo sin tumba.

Abîme, 2023

Entrevista con Louisa Holecz

Tras la mirada crítica de Chus Tudelilla en Mots d’exil, nos adentramos en la voz reflexiva de Louisa Holecz. En esta conversación con Rosa Gimeno (artista y directora de Yanaiara) y conmigo (Susana Pardo, historiadora del arte) comparte cómo su proceso creativo es, a la vez, una investigación concienzuda y una meditación sobre la vida, el tiempo y la necesidad de reparar lo perdido, así como una forma poética de dar presencia a lo que el dolor y la muerte casi han borrado.

    El título de este proyecto, Souvenir d’exil, debe su nombre a la última carta que se conserva de Claudel a su hermano, firmada “Tu hermana en el exilio”, igual que antes había firmado una postal a su amiga Jessie Elbourne: “Souvenir from exile”.

Louisa Holecz

Yanaiara — Cuéntanos qué te llevó a investigar sobre la vida y la obra de la artista francesa Camille Claudel.

Louisa Holecz — Mi interés en Camille Claudel empezó al participar en la exposición colectiva Viaje al manicomio de la galería La Casa Amarilla, con el objeto de recuperar los nombres y las voces de algunas de las mujeres creadoras que, por ser consideradas locas, fueron silenciadas y expulsadas de la sociedad, la mayoría acabaron en manicomios. Entre nombres como Anne Sexton, Leonora Carrington y Sylvia Plath estaba Camille Claudel, cuyo trabajo no conocía. Me impresionó que cuando estudié Bellas Artes, nunca nadie habló de ella. De Rodin, sí, muchísimo, pero de Claudel, nada. Cuando descubrí su escultura Clotho —la versión en yeso, aunque la original era de mármol— me pareció una obra adelantada a su tiempo. Representaba a una mujer mayor, decrépita, mientras en aquella época la figura femenina solía estar ligada a la sensualidad y juventud. Me pareció algo sorprendente y revolucionario. Investigando, descubrí que hubo un vínculo entre Camille Claudel y el círculo literario contemporáneo de los simbolistas franceses, Stephan Mallarme, Marcel Schwob, Paul Valéry, Debussy… Había mucho por descubrir y contemplar. Y así seguí con Claudel, desarrollando un proyecto que se propuso al Museo IAACC Pablo Serrano. Seis años de trabajo después, la exposición se hizo realidad.

Y. — Souvenir d’exil ha supuesto un giro en la forma en que venías realizando tu trabajo; aunque exista una continuidad a nivel conceptual, no es lo mismo en un sentido plástico.

L. H. —Cierto, por primera vez incorporé las materias escultóricas como el polvo de mármol, el barro, la cera y el yeso a la pintura. Traté de llevar al lienzo la experiencia matérica del momento creación/destrucción que experimentó Claudel, yo imaginaba el polvo que se desprendía al esculpir o las manchas de pátina que caían al suelo de su taller mientras trabajaba y lo plasmé sobre papel en la serie Sédiments. Realizadas con los mismos materiales, reducidos a polvo, que Camille Claudel utilizó para sus esculturas, Sédiments explora los límites entre la escultura y la pintura.

Y.— Impacta cómo has trabajado con tanta materialidad y de un modo tan tangible y contundente ideas tan delicadas como son las emociones que subyacen entorno al abandono y el olvido, a la expulsión de la propia vida que sufrió Claudel. ¿Podrías explicarnos este proceso?

L. H. —Con la serie Sédiments, mi objetivo era evocar la materialidad de las esculturas originales de Claudel como «registros» de su breve existencia. Lo sentía como un duelo en el que recuperaba su memoria perdida desde la materialidad de sus piezas. Las marcas de agua, las manchas de óxido y las pátinas de estas pinturas buscaban activar e intensificar un sentimiento de pérdida, provocado por la ausencia de muchas de las esculturas de Claudel que fueron, destruidas, olvidadas e incluso, robadas. En el caso de la serie Mots d’exil quise dar forma al silencio y la pérdida de identidad que sufrió Camille Claudel en el sanatorio. Partí de su propia escritura: proyecté fragmentos de sus cartas y los trazaba una y otra vez sobre el papel. Entre cada capa de texto pinté veladuras de pintura al temple, que evocaba el encalado de las paredes de hospitales e instituciones psiquiátricas. Este acto lo repetí sucesivamente para crear un palimpsesto, una superficie donde las palabras se iban hundiendo poco a poco; y que representa la futilidad de los interminables intentos de Claudel por comunicarse con el mundo exterior durante los últimos treinta años de su vida hasta que, finalmente, dejó poco a poco de escribir. Para mí, ese proceso no era solo pictórico, era también una manera de trabajar con lo que ella misma vivió: el aislamiento y la soledad que fueron apagando su voz.

Y. —Entiendo. Has trabajado con los restos de su proceso de trabajo y las huellas de su vida. Precisamente por eso, en lugar de encontrar el vacío o el silencio en tus piezas, has 

                                                         Mots d’exil V, 2023

querido suplir todo lo que hemos perdido de Camille Claudel, tanto de sus obras como de su memoria, con algo muy físico y terrenal, tu obra irradia mucha fuerza y energía, como si quisieras poner la parte que falta.

L.H.—Creo que, conceptualmente lo que intento hacer es “sanar” y aliviar dolor. Para mí, el arte es un proceso de sublimación por el que materiales mundanos se transforman en algo bello. Son procesos curativos para transformar la pena, la angustia o el miedo en orden estético y belleza.

Y.— En relación a esto que dices, he leído que hablas de transmutación, pero más que convertir algo en “cosa” material, tu pretensión es que genere sensaciones, que se transformen en experiencia emocional más que visual o tangible… ¿Es así como entiendes tu proceso artístico?

L.H.—Sí, en mi proceso creativo busco tanto la transmutación de materiales como de la psique, con el fin de alcanzar la iluminación. Igual que en la práctica ancestral de la alquimia. De hecho, en la serie Peintures de destruction, los títulos, son tomados directamente de los cuatro procesos de la alquimia: Nigredo, Albedo, Citrinitas y Rubedo, cada uno de ellos representa una forma distinta que Claudel utilizaba para destruir sus piezas (las enterraba o destruía a martillazos, las arrojaba al fondo del río e incluso las echaba al fuego). Me interesa muchísimo

Serie Peintures de destruction: Nigredo / Albedo / Citrinitas / Rubedo, 2022

ese paso de lo oscuro a lo sublime, de lo baldío a lo valioso, como en la piedra filosofal. Mi taller es como un laboratorio alquímico, para mí la pintura consiste en el proceso de manchar, de limar, de romper… y volver a pintar.

Y—Has utilizado mucho el proceso de destrucción para volver a construir

L.H.—Ese fue otro motivo por el que me uní conceptualmente a Claudel, porque mi proceso creativo está muy vinculado a impulsos destructivos y reparadores. En mi actividad artística, crear, destruir, transformar y reconstruir son mecanismos que me proporcionan una forma de generar orden, es un proceso muy laborioso. Mis pinturas están elaboradas por múltiples veladuras, de modo que la imagen final no sea un momento congelado, como la fotografía, sino algo que hace evidente el paso del tiempo. Las veladuras son —a veces semitransparentes, otras no, revelando así los trabajos realizados anteriormente. Dejo que el espectador entre en el desarrollo de las piezas y vea las capas originales, y que vea lo que hay detrás. El resultado es parecido a un fotograma donde aparecen varias imágenes superpuestas, borrosas, movidas, inestables; como esa sensación que tienes al despertar: ves algo, el cerebro lo detecta, pero no lo reconoces del todo. No me siento atraída por la pintura figurativa y realista, porque para mí la magia no está ahí, existe en un lugar entre la figuración y la desfiguración, es algo que se escapa, como una realidad deslizante.

Y —Claro. Y al ver tus obras me surgió de forma natural una relación con cierto expresionismo al límite de la forma, casi en estado de exploración. Me recordó a grandes obras históricas que buscaron ese mismo territorio. No sé si es consciente en ti o no, pero para mí es importante ver esa relación con la tradición, con el tiempo, con nuestro pasado artístico, para traerlo al presente. En tu pintura, la forma aparece pero no se define, entras en ese juego de llegar al límite donde la forma se entrevé pero sigue siendo desconocida y poco visual.

L.H.—Soy consciente, en mi pintura la exploración intuitiva e invención son esenciales. Diría también que, en toda mi obra hay un proceso de figuración seguido por desfiguración. Mi obra Clotho sufrió este proceso; comenzó siendo una representación realista del jardín del sanatorio en el que Camille Claudel estaba encerrada. Estuve tres o cuatro meses trabajando ese paisaje figurativo, pero el resultado no me convencía, el frondoso jardín que había pintado parecía faltar a la cruda realidad. Pensaba que, si yo me pusiera en el lugar de Camille Claudel, no lo hubiera visto como un paisaje figurativo, hubiera sido algo más tenebroso y ambiguo: un lugar indefinido, entre día y noche, agua y rocas. La imagen final de Clotho existe formalmente en el umbral entre la figuración y la abstracción. Ese límite es lo que busco.

Serie Moiras: Lachésis / Átropos, 2023

Y—Tu obra tiende puentes entre distintas temporalidades ¿es importante enlazar el pasado con tu propia experiencia? ¿Unir las culturas que nos precedieron con el presente?

L.H.—En esta exposición, utilicé la mitología como herramienta conceptual para abordar las distintas temporalidades. Siempre me ha fascinado la mitología, desde que leí Metamorfosis de Ovidio cuando estudié bellas artes, sus fábulas de transformación forman la base de casi todas las historias que contamos. Siempre han sido fuente de inspiración para artistas y escritores. Camille Claudel eligió esculpir la figura mitológica de Cloto, la más joven de las tres deidades o Moiras, hermanas que encarnaban las fuerzas cósmicas del destino y el tiempo de cada persona, tejiendo hilos en un gran telar. Cada vida en particular es representada por una hebra de lino que sale de la rueca de Cloto, está medida por la vara de Láquesis y sufre el corte de las tijeras de Átropo cuando llega la hora de la muerte. La serie Moiras en mi exposición refleja justo esto y me permitió contemplar los procesos cíclicos de la naturaleza que, al final, también son procesos de transformación. Al representar a Clotho como una anciana (en contra de la tradición clásica) Camille Claudel fue una especie de vidente que se 

adelantara a su propio futuro: ella atrapada en su propia mata de pelo, como si fuera una jaula. Al ver esta escultura todo adquirió sentido para mí. Originalmente, este cuadro lo pinté con las líneas en vertical, como si fueran hebras de la mata de su cabello. Es un cuadro que representa esa oscuridad hecha de hebras, como rasgaduras; pero en algún momento todo cambió, mientras limpiaba el taller, lo dejé volcado, con las líneas en horizontal y esta otra forma me pareció mucho más interesante. En ese momento empecé a volver a ver el cuadro como un paisaje.

Y—Yo lo veo como un paisaje interior…

L.H.—Son paisajes imaginarios, espacios soñados que existe en un espacio inaccesible a los humanos, en ese no-lugar y no-tiempo propios de los mitos.

                                                                                                                Clotho, Camille Cladel, 1893                                            Clotho, Louisa Holecz, 2019

                                                                                                                        Versión en yeso, Museo Rodin                                Colección Museo IAACC Pablo Serrano

Y—Has comentado lo del pelo como una jaula. Esa interpretación me ha interesado; en las diferentes épocas y culturas, el cabello de la mujer adquiere significados distintos: algunas lo ocultan de las miradas, como un lenguaje de pertenencia, sumisión o respeto; en otras, se exhibe como parte de la expresión de identidad individual; y, en general, en la mayoría de ellas, a los cabellos largos de la mujer se le otorga cierto valor sensual, incluso erótico.

L.H.—El tema del pelo es fascinante. Me hace recordar la escultura La Magdalena penitente, realizada por Donatello en madera. Representa a María Magdalena como anciana arrepentida por sus pecados, que se retira al desierto para dedicarse a la vida ascética. Es una figura dramática y teatral, cubierta de cabellos lacios, parece que su melena cubre casi todo su cuerpo, subrayando su condición eremita sin olvidar su asociación a la prostitución y su dimensión sexual.

Y—También en la escultura china antigua, las mujeres eran representadas con largas melenas, que caían como túnicas fluidas simbolizando cierto movimiento y ligereza que enfatiza la naturaleza trascendente de las obras.

Y —El texto curatorial de Souvenir d’exil, de Chus Tudelilla, se titula Elogio de la duda, lo que sugiere que la incertidumbre es importante en tu proceso creativo ¿Estás de acuerdo? ¿Es la duda un motor que te impulsa a explorar nuevos caminos?

L.H.—Cuando estoy pintando, nunca me quedo con la primera imagen. Observo, retoco, vuelvo a pintar una y otra vez; y si no logra convencerme, la destruyo para comenzar de nuevo. La duda me guía, necesito estar completamente segura antes de darla por terminada. Para saber si realmente me convence, dejo reposar las imágenes. El tiempo es un aliado esencial en mi proceso. En esta exposición, seis años de trabajo me permitieron pintar y, sobre todo, dejar que cada obra respirara sin prisa. No me gusta pintar apresuradamente, la adrenalina no me va. Mi proceso es mucho más contemplativo: necesito tranquilidad y tiempo para producir cada pieza.

Y—En relación a esto que dices, me ha impresionado un video, que vi en tu perfil de Instagram, realizado a partir del montaje de un número enorme de fotos que mostraba consecutivamente las diferentes etapas por las que pasaba una pieza en concreto.

L.H.—Lo gracioso es que el vídeo no muestra cómo quedó la obra al final. Con la cámara apagada seguía pintando. Cada papel podría tener, quizá, hasta cincuenta imágenes debajo. No es fácil cuantificar el trabajo y el tiempo que lleva cada obra, pero es un proceso necesario para llegar a la soltura que intento lograr, es muy difícil llegar a ese estado de lucidez. Lo que hago previamente son ejercicios de calentamiento. A veces la última imagen, la definitiva, necesita tres meses de trabajo previo, es todo un ejercicio de paciencia infinita. Mis obras son palimpsestos, los renacentistas llamaban a este concepto artístico pentimenti, que proviene de pentirsi (arrepentirse).

                                                     Mots d’exil II, 2023

CY—Te refieres a la serie Mots d’exil, donde exploras la frontera entre el lenguaje escrito y el arte visual ¿Qué te has encontrado en ese camino? También enlaza con la serie de los libros bordados ¿Cómo lo vinculas con el bordado?

L.H.—La escritura, en mi opinión, está muy ligada al dibujo. Lo llamativo en el caso de Claudel, es que su letra cambiaba mucho: dependía de a quién escribía, dónde estaba, cómo se sentía ese día. Lo mismo ocurre en la costura. Yo, por ejemplo, conservo bordados de mis tías en Hungría y en Portugal y sé quién hizo cada puntada. Cada una dejaba algo personal en el trazo del bordado, el tamaño de cada puntada, la tensión del hilo es distinta, la paciencia es visualmente perceptible. Pasa lo mismo con la escritura: es imposible copiarla exactamente, porque tiene la esencia de la persona. Existe un registro emocional de quien escribe o borda, pero también del momento vivido y del tiempo pasado. Cuando proyecté las cartas de Camille Claudel al papel, se ve eso, su trazo era muy cambiante: la tensión, el tamaño de las letras, la calma, la angustia, la desesperación. Todo su ser está registrado en sus cartas, era la única manera que le quedaba para expresarse, ya que los últimos treinta años de su vida en el sanatorio jamás volvió a esculpir.

                                                         Mots d’exil III, 2023                                                                                          Serie Livres. Canto V, 2022. Libro intervenido con hilo de seda

Y— Háblame de Los libros bordados. Todo lo que implica los hilos, las diferentes puntadas y colores, las distintas calidades y texturas del tejido, las formas bordadas, el tiempo que requiere ese trabajo textil… es como un lazo que te une o transporta al pasado, algo que te lleva al hogar.

L.H.— Empecé los libros bordados en 2017 cuando rescaté dos diccionarios de la casa de mis padres, que estaban a punto de ser tirados a la basura. Uno de ellos era de portugués-inglés y pertenecía a mi madre, que emigró a Inglaterra desde Madeira, el otro, un diccionario húngaro-inglés, que perteneció a mi padre que llegó a Inglaterra durante el levantamiento húngaro de 1956. He seguido bordando libros desde entonces, en 2020 expuse parte de esta serie en la exposición Abrir palabra por palabra el páramo, junto a la artista María Gimeno en la galería La Casa Amarilla, comisariado por Chus Tudelilla, y para la exposición Souvenir d’exil, bordé la serie Livres. Este cuerpo de obras me permite física y simbólicamente trasladarme al pasado, los libros actúan como puentes o “agujero de gusano” a otro tiempo y espacio. Creo que la obra bordada de gran formato Abîme fue una consecuencia de todo ese trabajo previo. Es curioso, porque antes de esta exposición yo tenía esos dos mundos separados: por un lado, el bordado, por otro la pintura; pero justo en esta obra fue la primera vez que logré unirlos. La sábana protectora que recogía las manchas durante la creación de este proyecto, la tensé sobre un bastidor y la cubrí con organdí semitransparente y finalmente bordé con hilos de color las manchas veladas, así trayéndolas a la superficie. Esta obra abrió un nuevo territorio para mí.

Y—Todo esto que cuentas tiene una parte muy bonita: el bordado pertenece al ámbito de las mujeres, conecta con una tradición cargada de sentido. Era el trabajo cotidiano de madres e hijas, muchas veces invisible, hecho para la familia o para vender. Y tú lo has llevado al ámbito artístico, dándole otra dimensión.

L.H.—Todo ha ido surgiendo de una forma muy natural, sobre la marcha, sin proponérmelo previamente. Pero estaba todo conectado: comenzando con las Moiras, que eran hilanderas, los libros y el bordado, todo acababa cerrando el círculo.

Y—Me recuerda al lenguaje ideado por mujeres chinas que tenían prohibido el acceso a la lectura y la escritura. Una de las teorías sobre su origen sostiene que fue creado a partir de los patrones de bordado y costura. Lo que sí está demostrado es que fueron ellas quienes lo inventaron para comunicarse entre sí sin ser descubiertas por los hombres. Algo similar ocurrió en Japón: al negárseles la educación, las mujeres crearon su propia escritura fonética, el hiragana, con la que redactaban cartas de amor, poemas e incluso novelas. Este sistema perdura hasta hoy: está vigente en los haikus y, por su sencillez, se ha convertido en la primera escritura que aprenden los niños en la escuela.

L.H.—Hay ejemplos similares en Europa. La reina escocesa, María Estuardo, cuando estuvo encarcelada, bordaba motivos que funcionaban como un código: un gato o un ratón… eran mensajes ocultos a través de los cuales se comunicaba con el mundo exterior, símbolos de resistencia y esperanza. Me parece fascinante cómo el bordado podía convertirse en un lenguaje secreto. Lo que no puedes decir, lo puedes bordar.

Y—Exacto. Es un lenguaje más, otra forma de expresión muy personal e íntima.

L.H.—Estoy de acuerdo. El bordado como forma de expresión lo tengo en mis venas; las mujeres de mi familia materna y paterna bordaban. Mi memoria y los vínculos emocionales regresan en las puntadas repetitivas, casi obsesivas, que el hilo dibuja sobre la tela cuando coso o cuando bordo. Hace unos años, en el armario donde guardaba mi madre la ropa blanca encontré unos bordados hechos por mi abuela paterna. Habían sufrido un poco de daño por la polilla y decidí repararlos, pero en vez de una reparación invisible quise crear otro bordado que junto con el dibujo del original contaría una nueva historia. Una historia donde la vida de mi abuela interconectaba con la mía. El bordado me conecta con el pasado, pero me sitúa en el presente, es como la meditación. He leído que el acto de bordar libera los neurotransmisores responsables de fomentar el bienestar. Y, aunque el tiempo y el trabajo invertido en cada pieza del proyecto Souvenir d’exil son difíciles de valorar, este proyecto ha supuesto para mí un importante aprendizaje y conocimiento de mí misma. Todo ello, unido a la exposición en su conjunto: las actividades organizadas, las charlas y las reacciones del público, han convertido a este proyecto en uno de los más especiales y satisfactorios que he realizado.

No se nos ocurre una forma mejor para concluir esta enriquecedora conversación con Louisa Holecz. Solo nos queda expresarle nuestro más sincero agradecimiento por devolvernos, a través de su trabajo, una parte de las emociones que quedaron irremediablemente ligadas a las obras perdidas de Camille Claudel.

Enlaces de interés:

LOUISA HOLECZ

www.louisaholecz.com

@louisa_holecz

CHUS TUDELILLA

GALERÍA LA CASA AMARILLA

SOUVENIR D’EXIL

Catálogo

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BRILLAR EN NEGRO

Susana Pardo

BRILLAR EN NEGRO

Zanele Muholi y el retrato como resistencia

En un mundo donde la visibilidad aún puede significar peligro, Zanele Muholi (Umlazi, Sudáfrica, 1972) ha convertido la cámara en su escudo, su espada y su altar. Se autodefine como activista visual, una categoría que trasciende los marcos convencionales del arte para situarla en la intersección entre estética, identidad y lucha social. Su obra, iniciada a comienzos del siglo XXI y consolidada en la última década, ha transformado radicalmente los modos de representar los cuerpos negros queer en el arte contemporáneo.

Retratar para existir: archivo como insurrección

Muholi no fotografía simplemente a personas: construye un archivo. Como ella misma señala en entrevistas y conferencias, su intención no es estética en un sentido decorativo, sino profundamente ontológica: «crear una historia visual de quienes hemos sido silenciados». Su serie “Faces and Phases” (2006–presente) es quizá el gesto más claro en esa dirección: más de 500 retratos en blanco y negro de personas lesbianas, trans y no binarias negras sudafricanas, tomadas con sobriedad formal y solemnidad casi votiva

La repetición de formato —plano medio, mirada directa, iluminación natural— crea un efecto casi litúrgico: no hay un protagonista, hay un linaje. Cada rostro se incorpora a una genealogía visual antes inexistente. En este archivo hay belleza, pero también afirmación; hay estética, pero sobre todo, ética. Muholi entiende que retratar a los suyos es no sólo una acción artística, sino una forma de insubordinación frente a la anulación histórica. En ese sentido, su obra se convierte en un contrarchivo, un contraataque visual a siglos de omisión, exotización y silenciamiento.

Autorretrato como estrategia

La serie “Somnyama Ngonyama” (“¡Salve, leona negra!”, 2012–presente) lleva esta poética a un terreno más íntimo, pero no menos político. Aquí, el sujeto ya no es el otro: es ella misma. Zanele Muholi se convierte en imagen, símbolo, narradora y carne. Con un uso radical del blanco y negro, intensificando deliberadamente la oscuridad de su piel, la artista se autorretrata en composiciones altamente teatralizadas, a menudo utilizando objetos cotidianos como tocados o elementos escenográficos: guantes de látex, pinzas, bridas, esponjas metálicas. Son autorretratos performativos, donde el cuerpo se convierte en alegoría crítica.

Cada imagen en “Somnyama Ngonyama” opera como una cápsula simbólica: hay retratos que aluden al trabajo doméstico, a la migración forzada, al legado del colonialismo. En una foto aparece con gafas industriales y casco, evocando la masacre de Marikana1; en otra, cubierta por plástico negro, como comentario sobre los dispositivos de control migratorio en Europa. Pero estas imágenes no buscan lástima ni horror: buscan poder. Hay en ellas una relectura radical de la negritud como espacio de belleza, fuerza y sofisticación. Muholi transforma el cuerpo negro queer —tan históricamente cosificado— en sujeto absoluto, en ícono de una narrativa otra.

«Can I own my voice?», se pregunta Muholi en uno de sus manifiestos más conmovedores. «¿Puedo ser dueña de mi voz?», no como una simple reflexión retórica, sino como una herida que atraviesa generaciones. La artista evoca con dolor a su madre, quien trabajó como empleada doméstica durante toda su vida y murió sin haber tenido nunca la oportunidad de hablar en público, de ocupar un espacio de representación, de ser escuchada. En ese linaje de silencios forzados, los autorretratos de Muholi se alzan como un acto de reparación: al ponerse frente a la cámara, maquillarse, performarse, mirarse, la artista no solo se representa a sí misma, sino que reivindica todas las voces que nunca pudieron hablar. En ese sentido, Somnyama Ngonyama” no es solo una serie de imágenes bellas y conceptuales: es un grito contenido, una genealogía visual de la autoafirmación.

Así, el autorretrato deja de ser un gesto narcisista para convertirse en estrategia de existencia. Muholi hace del selfie un ritual político y del rostro negro una escritura visual contra el olvido. Con cada encuadre, responde a aquella pregunta con un acto de ocupación simbólica: sí, puedo poseer mi voz. Sí, puedo reclamar este cuerpo, esta historia, esta imagen.

Es tentador ver en la obra de Muholi una respuesta al trauma, pero sería injusto reducirla a eso. Su mirada no es reactiva, sino propositiva. La cámara no es para ella una herramienta para denunciar únicamente la violencia —aunque esa violencia esté presente, soterrada o explícita—, sino un instrumento para reimaginar la identidad negra queer y mujeres trans desde la aseveración y la ternura, instalándose en un punto de equilibrio delicado entre lo íntimo y lo colectivo, desafiando los imaginarios heteronormativos.

La dignidad de la sombra 

Las imágenes de sus series “Being y Brave Beauties” capturan momentos de afecto, sensualidad, orgullo y cotidianeidad, desplazando la mirada del observador desde el exotismo o el sufrimiento hacia la familiaridad emocional. Un ejemplo claro es la fotografía en blanco y negro donde dos mujeres yacen juntas, con sus rostros tocándose suavemente, el cabello trenzado enredado entre ambas cabezas como símbolo de vínculo. La composición, simple pero cargada de densidad afectiva, transforma lo doméstico en monumental sin necesidad de artificios: la cámara no invade, acompaña. Del mismo modo, en la imagen donde muestra las piernas entrelazadas, sin rostros ni miradas, solo la propia acción de acurrucarse, incluso fundirse en un solo individuo, sugiere un amor sin artificio una corporeidad poética. Al prescindir de las caras y sus expresiones, Muholi desplaza el centro de gravedad emocional a otras partes del cuerpo, evocando así una fisicidad que no necesita explicarse ni justificarse para ser reconocida como legítima.

Todas estas imágenes revelan otra dimensión del archivo de Muholi: la cotidianidad compartida. En el dormitorio, en la cocina, leyendo una revista, lavándose el pelo, intimando, son situaciones sin dramatismo ni escenificación, solo vida. Esta naturalidad —que tantas veces le ha sido negada a la representación queer— es aquí devuelta con una sobriedad casi documental. El gesto de peinarse o leer juntos se transforma en resistencia silenciosa. Mostrar estos momentos no extraordinarios como dignos de atención es, en sí mismo, un acto político.

Que dos mujeres se besen junto a una cocina antigua de hierro fundido es un gesto de amor cotidiano enmarcado en un espacio profundamente simbólico: el hogar, lugar históricamente feminizado y privatizado, se convierte aquí en escenario de una política afectiva gay. La cocina —objeto cargado de connotaciones de trabajo invisible— se vuelve testigo mudo de una intimidad que, en otro contexto, podría estar prohibida. La estética de la dignidad en estas obras reside justamente en mostrar lo que nunca se ha considerado digno de mostrarse: el cariño, el deseo, el aburrimiento o la rutina de mujeres lesbianas negras en sus espacios privados.

Hay un compromiso ético en su forma de encuadrar, de iluminar, de permitir la pose: sus retratados no son objetos, son colaboradores. Esto es especialmente relevante en el contexto de África del Sur, donde la visibilidad aún conlleva peligros reales. En este sentido, la estética de Muholi es inseparable de su praxis: hace visible lo que ha sido históricamente excluido, pero lo hace con una ética de cuidado, no de exposición.

Una mirada que rehace el mundo

La obra de Muholi no se limita al campo simbólico: tiene un impacto directo en la vida social. Fundadora del colectivo Ikanyiso2 y del Muholi Art3 Institute en Ciudad del Cabo, ha creado plataformas para que otras personas LGBTQIA+ negras puedan formarse, producir y contar sus propias historias. Esta dimensión institucional de su activismo refuerza su visión de que el arte no debe representarnos únicamente, sino también organizarnos, empoderarnos sostenernos.

 

La artista ha dicho con claridad en innumerables ocasiones: «Para muchos de nosotros nuestra historia empieza cuando morimos. Quiero cambiar eso». Muholi entiendo el retrato como una forma de vida futura, una promesa de existencia, una trinchera desde donde resistir al olvido. Su trabajo se inscribe así en una genealogía de artistas que fundan mundos: una visualidad queer negra que no se explica ni se justifica, sino que se muestra con fuerza, con belleza, con dolor y orgullo.

Zanele Muholi no solo ha ampliado los límites del retrato contemporáneo, sino que ha problematizado la misma noción de visibilidad. ¿Qué significa mostrarse cuando mostrarse puede ser letal? ¿Qué implica el acto de mirar, y quién tiene derecho a ser mirado con dignidad? Frente a un arte que a menudo estetiza la otredad, Muholi plantea otra posibilidad: mirar sin exotizar, mostrar sin explotar, encuadrar sin reducir.

En tiempos donde la representación sigue siendo campo de disputa, su obra propone una ética de la imagen construida desde adentro, con conocimiento profundo del dolor, pero también con una firme voluntad de belleza. Porque en la obra de Muholi, la belleza no es evasión: es herramienta política, es consuelo, es afirmación. La luz con la que ilumina los cuerpos oscuros no blanquea: revela. No los transforma en otra cosa: los devuelve al mundo como deben ser vistos. Y en ese gesto está la posibilidad —inquietante, radical— de que otra historia sea contada.

Notas                                                                                                                                 

1.-La masacre de Marikana fue un trágico episodio ocurrido el 16 de agosto de 2012 en Sudáfrica, cuando la policía abrió fuego contra un grupo de trabajadores de la mina de platino Lonmin en Marikana, que se encontraban en huelga por mejores salarios y condiciones laborales. El ataque dejó 34 mineros muertos y decenas de heridos, convirtiéndose en la peor matanza policial desde el apartheid. Este suceso reveló las profundas desigualdades económicas y sociales aún persistentes en el país, así como la brutalidad estatal contra los trabajadores negros. En la obra de Zanele Muholi, este evento se evoca en algunos autorretratos como símbolo de duelo, resistencia y memoria colectiva.

2.- Inkanyiso, fundada por Zanele Muholi en 2009, es una plataforma de medios queer y un colectivo artístico centrado en la producción, documentación y difusión de contenidos relacionados con las comunidades LGBTQIA+ negras en Sudáfrica. El nombre, que en zulú significa “luz” o “iluminación”, refleja el objetivo del proyecto: crear visibilidad allí donde históricamente ha habido oscuridad y silencio. A través de talleres, fotografía, escritura, video y activismo digital, Inkanyiso no solo cuestiona los discursos normativos, sino que genera espacios de expresión y empoderamiento para voces marginalizadas, especialmente en contextos urbanos y rurales atravesados por la violencia y la exclusión.

3.- El Muholi Art Institute, fundado por Zanele Muholi en 2021 en Ciudad del Cabo, es un espacio artístico y educativo dedicado a apoyar a jóvenes creativos de comunidades negras y queer en Sudáfrica. Concebido como un lugar de formación, exposición y archivo, el instituto ofrece residencias, talleres y acceso a recursos para artistas emergentes que históricamente han sido excluidos de los circuitos institucionales. Más que una escuela, el proyecto encarna el compromiso de Muholi con la transmisión generacional de saberes y con la construcción de un legado visual colectivo donde la representación no sea un privilegio, sino un derecho.

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Akram Zaatari: Archivar la vida en fuga

Susana Pardo

ARCHIVAR  LA  VIDA EN FUGA. AKRAM ZAATARI

En el corpus artístico de Akram Zaatari (Sidón, 1966) se despliega una práctica visual compleja que interroga los regímenes de visibilidad, los dispositivos de conservación y los límites de la memoria en la cultura contemporánea. Su obra no se limita a un gesto documental, ni aspira a la fijación nostálgica del pasado; antes bien, constituye una indagación crítica sobre la vida de las imágenes —sus ciclos, accidentes, residuos— en tanto formas materiales y simbólicas que sobreviven al acontecimiento; en ella orbita una obsesión singular: lo que se resiste a ser archivado.

Asociado estrechamente a la Arab Image Foundation1, Zaatari actúa menos como archivista que como arqueólogo, en el sentido foucaultiano del término: un excavador de las condiciones de posibilidad del discurso visual, de las capas y silencios que conforman toda representación. Lejos de adherirse a una mirada centralizada o frontal, su trabajo insiste en irse por las ramas, se instala en el borde, en lo que permanece en penumbra: zonas de fuga, márgenes olvidados, gestos banales o improntas afectivas que han sido históricamente relegadas por las narrativas oficiales. Establece, así, una coreografía crítica entre el archivo y el presente, donde el artista deviene arqueólogo, no del pasado muerto, sino del devenir cotidiano de la vida en sus manifestaciones visuales más frágiles.

Este desplazamiento epistemológico se desarrolla, en términos formales y conceptuales, a través de la noción de pliegue, entendida como el modo en que lo visible se compone de ocultamientos internos, capas que coexisten en tensión. En diálogo con Gilles Deleuze, quien en Le Pli2 analizó el barroco como una lógica de lo infinito interior, Zaatari concibe cada imagen no como ventana transparente, sino como volumen temporal, como superficie estratificada donde el tiempo y la historia no se presentan de modo lineal, sino como acumulación discontinua de huellas. Esta lógica también conecta con el pensamiento de Georges Didi-Huberman3, para quien la imagen es una forma de supervivencia —una persistencia de lo ausente que no remite tanto a lo que fue como a lo que insiste. En muchos de sus trabajos las fotografías aparecen deterioradas, dobladas, contaminadas: no hablan ya de lo que muestran, sino de lo que han atravesado. El archivo, entonces, se revela como un campo de tensiones irresueltas, donde la historia se encuentra menos en la claridad del testimonio que en la opacidad del residuo.

Esta concepción radical del documento fotográfico tiene consecuencias estéticas de gran alcance. Zaatari trabaja con lo que podríamos denominar, siguiendo a Jacques Rancière4, una redistribución de lo sensible: desjerarquiza los signos visuales y transforma el fragmento en indicio, el error en revelación. Así, en lugar de presentar la fotografía como simple copia del referente, la eleva a la condición de objeto escultórico, vulnerable y cargado de sentido. Estas imágenes —negativos hinchados por la humedad, placas corroídas por el tiempo, copias rayadas o incompletas— son lo que Zaatari denomina «objetos informados»: fragmentos que han absorbido la violencia de su contexto y la sedimentan en su materialidad. En esta lógica, la guerra no se ilustra ni se denuncia; más bien, se inscribe como huella latente en el cuerpo mismo de la imagen. El artista abre un campo de reflexión donde la fotografía se libera de su función de espejo y se convierte en un lugar de resistencia y expansión conceptual, capaz de interpelar los modos en que representamos, conservamos y olvidamos.

La imagen disidente

La autodefinición de arqueólogo que hace Zaatari de sí mismo, se torna especialmente reveladora si se observa el proyecto Unfolding” (“Despliegue”, 2015), donde su ciudad natal, Sidón, es excavada no solo como territorio físico sino como archivo emocional. A diferencia del arqueólogo clásico que busca la pieza intacta, él escarba en las ruinas y las huellas: mira los negativos rotos, los márgenes escritos, los dobleces de las fotos. Su concepto de archivo es dinámico y contradictorio, pero ante todo afectivo. Es una arqueología subjetiva que, como diría Georges Didi-Huberman, oscila entre el archivo como «tesoro» y el archivo como «tumba».

Más explícita es la pieza Arqueología, que exhibe una placa fotográfica deteriorada por la inundación del estudio del fotógrafo Antranick Anouchian en Trípoli, y donde aparece la imagen desfigurada de un atleta clásico ampliada a tamaño natural sobre cristal.
En lugar de restaurar, e
l artista conserva sus cicatrices como huellas de vida y de pérdida. De este modo, problematiza los protocolos de conservación archivística que pretenden suspender la muerte de la imagen a través del control absoluto de su entorno físico, cuestionando si no sería más honesto permitir que las imágenes mueran con quienes las produjeron o amaron, reconociendo así su dimensión corpórea y emocional. La fotografía, entonces, deja de ser un testimonio neutro o frío para devenir organismo vivo, sujeto al nacimiento, la erosión y la desaparición.

Akram Zaatari se encuentra entre estos dos mundos; sin embargo, al afrontar la disyuntiva tesoro o tumba, no elige entre preservar un simulacro de realidad originaria o el olvido, sino que opta por una tercera alternativa: la experiencia artística que pretende insuflar de significado y emoción la imagen convertida en objeto con entidad propia. Abre, de este modo, una vía que implica rechazar la fotografía entendida como una disciplina estrecha y limitada por la representación fiel y esteticista de la realidad abocada a ser un simple registro, para proporcionarle posibilidades creativas, donde la destrucción da lugar a nuevas formas de significación visual y afectiva.

Fotogramas de los vídeo proyectados que remite al filme This Day (2003)

El sentido tradicional y purista del archivo como herramienta de poder —colonial, estatal, disciplinar— es subvertido y transformado en espacio para narrativas alternativas, donde los protagonistas no son héroes ni figuras oficiales, sino cuerpos anónimos, actitudes íntimas, residuos visuales. Así, en obras como This Day at Ten (“Este día a las diez”) 2016, el testimonio personal y la imagen vernacular se entrelazan para construir una historiografía no-lineal, donde el archivo no legitima sino que expone la fragilidad del recuerdo y la contingencia del presente.

Topografías marginales

Exposición “Akram Zaatari. Contra la fotografía”, MACBA, 2017. Instalación que combina negativos fotográficos dañados y fragmentados

A diferencia del fotógrafo que persigue lo visible, Zaatari trabaja con lo que la imagen ya no puede mostrar: no su contenido, sino su condición. En “Against Photography” (“Contra la fotografía”, 2017), su exposición-manifiesto en el MACBA, propone esta relectura radical del archivo fotográfico, más que una colección de imágenes de la Fundación de la imagen árabe, reconstruye paisajes físicos e ideológicos. Como señala el propio artista, «no es la imagen lo que interesa, sino lo que le ha ocurrido a esa imagen».

Esta deriva —de la representación al deterioro, de la escena al soporte— convierte a la fotografía en objeto escultórico, inscrito por el tiempo y la violencia. En esa misma línea, proyectos como “The Third Window” (“La tercera ventana”, 2018), se preguntan no solo qué muestran las fotografías, sino qué revelan sus procesos de copia, restauración y reproducción. Inspirado por Paul Virilio y su noción de la «tercera ventana»5, Zaatari interpreta la reproducción fotográfica como una apertura hacia una nueva temporalidad: no la del instante decisivo, sino la del daño acumulado, del gesto técnico como escritura de la memoria.

En la serie Una historia que no divide” (incluida tanto en el proyecto “The Third Window” como en “Against Photography”), Akram Zaatari recrea una poética visual donde la memoria, más que un relato fijo del pasado, se convierte en un campo fértil para la imaginación y la posibilidad. La obra parte del encuentro físico entre placas de vidrio de archivo —pertenecientes a los fotógrafos Khalil Raad (palestino) y Ben Dov (judío), activos en una Jerusalén dividida por identidades irreconciliables—, cuya degradación material provocó una contaminación recíproca: las imágenes se superponen, se mezclan, se inscriben mutuamente. Este accidente químico y temporal, lejos de anular la diferencia, la entrelaza en una nueva imagen compartida. Zaatari no propone una restitución nostálgica ni una reconciliación ingenua, sino una reescritura activa de la memoria que abre paso a futuros posibles desde la creatividad. La obra, en su densidad simbólica, sugiere que el arte puede ser un dispositivo de paz: no porque niegue los conflictos, sino porque inventa marcos para pensarlos desde la convivencia, desde un archivo que, roto y contaminado, imagina otras formas de estar juntos.

Zaatari se rebela contra la estetización de la fotografía. En lugar de embellecer, expone. En lugar de centrar, descentra. Su mirada elude la espectacularidad para atender lo residual. Esta postura se encarna en su insistente interés por «lo que rodea» la imagen: la sombra del fotógrafo, el gesto accidental, la pose incómoda, la inscripción al dorso. En esta atención a lo periférico hay una crítica directa al estatuto de la imagen en la cultura visual contemporánea, aún atrapada en su ilusión de veracidad.

Tal como Ranciere defiende, lo político del arte reside en su capacidad para reclamar una forma transformada de percibir que altere los órdenes establecidos y genere otros modos de relación. En este sentido, Zaatari no solo produce nuevas imágenes, sino nuevas condiciones para mirarlas. Reencuadra, ralentiza, interrumpe. Sus obras exigen al espectador no solo una recepción visual, sino una actitud reflexiva, casi ética: mirar no solo lo que aparece, sino lo que ha sido omitido, manipulado, borrado.

Zaatari introduce el argumento de la manipulación con tres dípticos que titula Retocar; él realiza estas piezas digitalmente y en color de forma experimental, siguiendo las técnicas de solarización analógica que empleaba el fotógrafo Van Leo en blanco y negro, para llevarnos a un mundo claramente falso. Utiliza un recurso del lenguaje fotográfico para plantear la cuestión de si la fotografía ha de ponerse al servicio del artista o del que encarga la foto. En cualquier caso, a Zaatori le interesa dejar constancia de que las imágenes no son neutras, ejercen el poder de contar la historia de una determinada manera y de hacer lecturas que pueden ser tan inocentes como retratar a una mujer con pañuelo como si se tratara de una actriz de Hollywood o tan perversa como la de subexponer, es decir, oscurecer los rostros de los trabajadores que no interesa reconocer en una foto turística.

En la fotografía La construcción de clase basada en la fotografía de Víctor, Nada y Naoum Homsi en la pirámides (Egipto 1923) exagera los códigos clasistas con un borrón negro en la cara de los cuidadores de camellos porque su identidad no interesa, aunque de ellos no se puede prescindir. En el momento que pone el foco en un punto y no otro, obvia una evidencia o amplía un detalle, la realidad está siendo trastocada y por tanto el fotógrafo deja de ser el reportero social que abandona la carga de contar lo que ocurre para asumir el compromiso de pensar sobre lo que observa y no se ve.

Si bien buena parte de su trabajo se construye desde el archivo físico, Zaatari también ha indagado en los paisajes digitales de la memoria. En obras como The Script (El guion, 2018), reelabora videos caseros encontrados en plataformas como YouTube. Al reescenificar estos momentos, Zaatari propone una lectura del internet como archivo social espontáneo, donde se producen nuevas formas de autorrepresentación que contrarrestan los discursos mediáticos dominantes. Aquí, la imagen deja de ser un documento del pasado para convertirse en testimonio activo del presente, una forma de reapropiarse del propio relato. Estas imágenes virales —frágiles, amateur, efímeras— encarnan una memoria en tiempo real, una suerte de archivo líquido donde las comunidades ensayan otras formas de estar juntos, de mostrarse, de afirmar su existencia frente al olvido o la estigmatización.

Detalle de la pieza Arqueología

En su trabajo más materialista, Zaatari se pregunta por la vida y muerte de las imágenes. ¿Debemos conservarlo todo? ¿Es lícito dejar que ciertas fotos mueran junto con quienes las produjeron o vivieron? En esta inquietud resuena la crítica de Derrida6 al archivo como dispositivo de control, pero también el deseo de liberar a la imagen de su función testimonial para devolverle una dimensión vital. La imagen no como fósil, sino como resto activo, como entidad imperfecta que sigue afectando.

Zaatari nos invita a pensar en las fotografías como cuerpos en tránsito, que nacen, envejecen, se deforman, y a veces, mueren. El deterioro físico, las manchas, las grietas, las filtraciones se convierten en signos de una historia mayor: la del conflicto, la del desplazamiento, la del paso del tiempo. La imagen no muestra la violencia: la violencia está grabada en ella, incorporada en su carne de celuloide, en su emulsión quebrada.

Exposición “Akram Zaatari. Contra la fotografía”, MACBA, 2017

Desde los retratos de estudio de Madani hasta los negativos empapados de Trípoli, desde las ruinas de Beirut hasta los videos domésticos de YouTube, el trabajo de Akram Zaatari compone una narrativa fragmentaria pero coherente sobre la imagen como campo de disputa. Su obra no clasifica ni ordena, sino que muestra el archivo como una forma de vida, como un modo de relacionarse con lo que fue, lo que pudo haber sido y lo que todavía está por decirse. Cada fotografía, cada objeto, cada gesto archivado es una hoja más de ese único documento que es la vida misma. No hay una historia central, sino múltiples líneas que se bifurcan y se contaminan. En tiempos donde el archivo parece estar por todas partes —desde los algoritmos hasta los museos—, Zaatari nos recuerda que lo verdaderamente urgente es cómo mirar esos archivos, cómo habitarlos sin poseerlos, cómo dejar que nos transformen. Porque al final, archivar no es otra cosa que prestar atención a los restos de lo vivido, aunque estén desordenados, incompletos o a punto de desvanecerse.

NOTAS________________________________________________________________________________________________________________________________

1.- La Arab Image Foundation (Fundación Imagen Árabe), fundada en 1997 en Beirut por Akram Zaatari, Walid Raad y Fouad Elkoury, es una institución pionera dedicada a la recopilación, conservación y estudio de la fotografía vernacular en el mundo árabe. Su labor trasciende el mero archivo: propone una relectura crítica de la memoria visual regional, cuestionando las formas en que la historia y la identidad se construyen a través de imágenes. Más que un repositorio, la AIF se concibe como un campo de experimentación donde artistas e investigadores intervienen el acervo fotográfico para activar nuevas narrativas y desestabilizar los discursos hegemónicos del registro histórico.

2.- DELEUZE, Gilles: Le Pli. Leibniz et le Baroque, Paris: Éditions de Minuit, 1988. En esta obra, Deleuze desarrolla la noción de pliegue como principio ontológico y estético del barroco, aplicable también a la comprensión del tiempo, del sujeto y del espacio en la modernidad. En el contexto de Zaatari, el pliegue se convierte en una metáfora visual y teórica de la imagen como estratificación de temporalidades.

3.- DIDI-HUBERMAN, Georges: L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, Paris: Éditions de Minuit, 2002. Didi-Huberman analiza la imagen como forma de persistencia, como “fantasma” que sobrevive más allá de su contexto originario, concepto fundamental para comprender la temporalidad no lineal en la obra de Zaatari.

4.- RANCIÈRE, Jacques: Le Partage du sensible. Esthétique et politique, Paris: La Fabrique, 2000. La expresión “redistribución de lo sensible” alude al modo en que el arte modifica los marcos perceptivos de lo visible y lo decible, reconfigurando la experiencia política. Esta noción se refleja en el modo en que Zaatari desjerarquiza los materiales visuales y subvierte los sistemas de representación tradicionales.

5.- VIRILIO, Paul: La machine de vision, Paris: Galilée, 1988. En esta obra, Virilio introduce el concepto de la “tercera ventana” para describir la pantalla como nuevo umbral perceptivo, tras la ventana arquitectónica y la ventana pictórica. Esta metáfora señala un régimen escópico transformado por la mediación técnica. En la lectura de Zaatari, la reproducción fotográfica —lejos de ser neutra— deviene un operador de temporalidad que acumula desgaste, intervención y desplazamiento, revelando las condiciones materiales e históricas de la imagen.

6.- DERRIDA, jacques: Mal d’archive: une impression freudienne, Paris: Galilée, 1995. En este texto, Derrida analiza el archivo no como simple depósito de memoria, sino como estructura de poder que regula el acceso, la interpretación y la autoridad sobre lo que se conserva. Su concepto de “mal de archivo” alude al deseo y a la angustia de archivar, es decir, de controlar el pasado. La pregunta de Zaatari sobre la legitimidad de conservar ciertas imágenes se sitúa en el centro de este dilema: entre la necesidad de testimoniar y el derecho a dejar morir.

Enlaces de interés:

@akramzaatari

@rabimagefoundation

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